Como cada noche desde hacía más de un año salía de casa empeñado en cazar estrellas del cielo.
En invierno se ponía el gorro de lana hasta las orejas porque la noche en la sierras es fría de quebrar huesos. Se ponía sus guantes, una caza mariposas que modifico expresamente para su labor y sus magnificas aunque ya desgastadas botas de montaña.
Empezaba a andar por la vereda hacía la montaña que adornaba la ventana de su cocina. No necesitaba linterna ni brújula. Su intuición de hombre de campo le guiaba sin perderse.
Subía hasta la cima, miraba al cielo y las veía ahí arriba, preciosas, salpicando su techo negro y sentía como lo llamaban con su canto de sirenas de luz. Empezaba a dar bandazos como un loco a diestro y siniestro con su red sin éxito alguno. Si a caso cazaba mosquitos u otros pobres insectos en verano.
Sentía que perdía la razón, sentía que la soledad lo libraba de ser encerrado por sus vecinos si vieran la absurda obsesión que lo dominaba.
Se le pasaban el tiempo sin sentir y era el celeste temprano el que le decía que inexplicablemente habían pasado horas y horas desde que empezó a oír el canto de las estrellas.
Bajaba a su casa, y rendido caía en la cama tal cual. Ni siquiera se quitaba las botas. Una tristeza oscura y pastosa inundaba su alma y lo dejaba inmóvil encerrado en su habitación esperando que la noche llegara pronto de nuevo.
Aquella noche, era ya verano, en todos lados anunciaban lluvia de estrellas. Él, con el corazón dando saltitos, pensó que por fin conseguiría cazar a una de sus preciadas estrellas mientras caía del cielo para así amarla por siempre colgada de su cuello.
En la cima de la montaña, alejado de todo destello artificial empezaron a surgir de los cuatro puntos cardinales un sin fin de estrellas fugaces. No era capaz de verlas todas, era imposible mirar a todos lados a la vez, Era una verdadera lluvia… pero en horizontal. Oyó como esas estrellas juguetonas de cola silbante se reían de él a carcajadas. Le decían que nunca sería capaz de alcanzar, ni siquiera rozar a una de ellas. Que solo había sido un divertido entretenimiento para sus hermanas sirenas.
Mucho antes de que el día llegara bajó a su casa. La tristeza negra se torno apatía para mudar en olvido. Entro por la puerta hasta su dormitorio, se desvistió y se acurruco bajo su edredón para dormir durante horas, placenteramente, como hacía mas de un año que no conseguía hacerlo.
Junto a la puerta de entrada de su casa, a la intemperie, colgadas de una alcayata se quedaron de adorno por siempre sus viejas botas. |