Hacía una tarde placentera, incluso dentro de la salita, ya que normalmente los grados de afuera éran superados por los del interior de aquella casita de retiro. Don Arturo haló la banqueta del piano y concomitantemente puso al descubierto el teclado, que de blanco y negro, había pasado a ser crema y gris. Antes de sentarse centralizó el cojín, de suerte que su ombligo quedara ubicado frente al Do intermedio del instrumento. Comenzaba, con el permiso del reumatismo, a arquear sus dedos, cuando instintivamente soltó una miradita que se estrelló, al través de los cristales de aumento, con dos pupilas que desaprobaban su intención.
De hecho, doña Lucrecia, que había cesado de enviar energía a sus piernas para provocar un movimiento oscilatorio en la mecedora que cargaba con su anatomía desde muy temprano, se las ingeniaba en lo más profundo de su cerebro, para eludir el tener que escuchar el concierto que se gestaba. Con disciplina de buena lectora puso el pulgar de su mano izquierda entre las páginas interrumpidas, mientras, los cuatro dedos restantes y a manera de contrafuerte se enroscaron sobre el lomo del libro que durante todo el día había ocupado su atención. Con una uña trazó una equis al final de la última frase leída, visible solo para élla y siendo coherente con la creencia de que las rayas y marcas personalizan los textos, contrariando la objetividad de futuros lectores.
---¿ Qué lées?---se apresuró en preguntar el señor y con éllo, solo usaba un mecanismo de defensa.
---Pues, La hojarasca.---Respondió la anciana y haciéndolo mordió el anzuelo de su marido.
---Ahh…sí. ¿Eso es de Vargas Llosa, verdad?
---No, de Vargas Llosa es el Ariel. Este es de….
Don Arturo captó la persecución que se iniciaba tras un escurridizo nombre de autor que apenas asomaba por una endija del subconsciente de su mujer. Momento que aprovechó para dejar caer seis dedos sobre el desvencijado conjunto de blancas y negras, martillando lo que se acercaba a un acorde mayor de séptima. Sin ninguna tregua atacó las tres primeras notas del Himno de la Alegría, que en su voz y sobre un arpegio desarmónico sonaba a elegía. Finalizaba el primer compás cuando élla le interrumpió…
--- ¿Qué diría Schubert si te escuchara?---
---¡Nada, carájo, pórque lo que toco no es de él!.---
---¿Qué cosa?---¿Ese desastre, no es ‘para Elisa’?---
---¡No y mil veces, nooo!.---
Con rabia y probando que el enojo aporta energía hasta en un desgastado esqueleto, don Arturo, se incorporó apoyándose sólo en los pies y se dirigió a la cocina, no sin antes fulminar la doña. Élla, conociéndole y descifrando a la perfección los asordinados ladridos que iba profiriendo por el pasillo, interpuso una salida técnica:
---Arturo-- le voceó-- ahora que vas para allá, tráeme un poco de café, pero tiene que ser en la tacita que me trajo ayer mi nieta. Ésa amarilla que está en el gabinete y me le pone dos cucharaditas de azúcar de dieta, pero recuerdas, solamente dos. ¿Qué no se te vayas a olvidar nada?---
El anciano, sin voltear, hizo un gesto de aprobación con su diestra y lanzó por una ventana lateral lo poco que todavía tenía de cólera. Afuera, un sol casi de adorno aportaba lo que le quedaba de calidez a una brisa que movía los arbustos, pero que adentro, componía la armonía que el piano ya no encontraba. Unos cuantos pasos más y penetraba en el departamento de 'taquigrasía'(la cocina) de la vivienda. Permaneció ahí por espacio de media hora y luego, encargo en manos, se dirigió a la mecedora que sostenía a su doña, quién echaba para la izquierda la quinta página, después de su breve ausencia.
---Tóma, ---le dijo---. ¿Ves, que no se me olvidó nada?
Doña Lucrecia, extendió la mano con la que acababa de virar la hoja del libro, para recibir un sandwich de jamón y queso.
---¿Viste que no se me olvidó ningún detalle?---
---¿Qué no? ¿Y dónde está el ketchup?---
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