Siempre que llueve, Maria se calza sus zapatitos de cuero machucados por la humedad y sale a consolar al cielo con su paraguas de siete colores. Despeinada por las ideas sin sentido que a menudo le escurren de la cabeza, siempre sonrie. Lo que uno no sabe es si ella misma se da cuenta de que siempre sonrie, cosa que hace dudar a cualquiera de su estado emocional o, porque no, mental.
Se levanta a las mañanas de dormir la siesta y cena unas masitas caseras con formas inventadas (aunque ella asegura que son formas de nubes que vio la semana pasada y que se las acuerda), y una taza de cafe negro con nueve cucharadas de azucar, todo un atentado a la dulzura. Luego se acuerda de que no tiene balcon, y que bien le vendria un balcon a su personalidad. Todo en ella transcurre en un ir y venir de sensaciones opacas y transpatentes que se chocan y se esquivan, explicación que si se lee detenidamente no tiene bastante sentido, pero es algo asi con esas palabras.
Las tardes se las pasa sentada chinito sobre la mesa del comedor haciendo títeres de tela u olvidandose de que una vez se acordó que había tristezas, hasta que le hagarran esos ataques de histeria en que tiene que ir a ver el ombú de la plaza de los bomberos porque tiene la sensacion de que algo le paso, o sensaciones similares.
Maria es de las personas, si es que hay otras, que pagan el colectivo completamente con moneditas de cinco centavos por el solo gusto de escuchar el ruidito de la moneda callendo dentro de la maquina, momento que disfruta meneando su sonrisa de hipopotamo hacia todos lados, invitando a todos los pasajeros a disfrutar también del momento; aunque todos optan por desviar las miradas, comentar murmurando o jusgar mentalmente, con esos gestos tipicos de las viejas de los colectivos. Ella solo se sienta y se pregunta porque la mayoría de la gente es tan sorda, tan muda, y tan ciega para las cosas felices, mientras suma los numeritos del boleto con los dedos.
(De, "Entrevistas a personas sin fama.")
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