Había dedicado aquella mañana al arreglo de mi hermoso jardín. ¿Dije hermoso jardín? Debo rectificar: de mi espectacular jardín. Entre jacintos rojos y blancos, abelias de albo resplandor, tupidas crásulas, drácenas marginata que alcanzaban para entonces magnífica altura; entre exótica plumilla de Santa Teresa, uno de mis lujos, como los pitósporos que por desconocidas razones lucían algo amarillentos, disfruté horas de entrega a mi afición predilecta. Terminé de aplicar fertilizante para las madreselvas que ya tupían uno de los laterales de la casa; maravillosas trepadoras que alcanzan cuatro metros de altura. Me ocupé en sacar algunos esquejes para extender esta especie hacia otras áreas del amplio terreno. Su crecimiento rápido y su fortaleza para soportar el calor, la humedad excesiva, el viento, la polución, incluso las heladas, hacen de la madreselva mi favorita para llenar grandes vacíos, o en su lugar, para cubrir de vida fríos muros.
Pasaba del mediodía, el sol de una naciente primavera calentaba con fuerza y el cielo azul estaba desprovisto de nubes. Ligera brisa del este soplaba. Al tiempo que removía tierra, plantaba o podaba, meditaba sobre el desenlace de la novela que entonces escribía -perdón, no les he dicho que soy escritor-, y es que tengo por costumbre cerrar mi laptop durante unos días y dedicarme en cuerpo y alma a la jardinería cuando me veo entrampado en la compleja trama de una de mis historias; este ejercicio me ha reportado muy buenos resultados en cuanto a inspiración.
Mientras escuchaba el trinar de las aves que se posaban alegres en las ramas de frondosa jacaranda pensaba que tal vez asesinando a Sussy -la antagonista, quien formaba el prohibido triángulo amoroso de mi novela-, saldría airoso con un final muy lógico: ...Martha y José Juan se reconciliaron y vivieron felices por el resto de sus días. Seguro estaba que muchos lectores quedarían complacidos. Pero a la vez me parecía un final muy repetido. Se me ocurrió entonces que podría hacer que saliera ganando la mala de la historia, mas llegué a la conclusión de que la trama caería en excesivo realismo y de tan común perdería interés.
¡Ah... Qué tranquilidad se respiraba en mi barrio! Tranquilidad que yo capitalizaba en inspiración. Sin embargo, con tantos y tan bellos jardines floridos alrededor había que esmerarse mucho para no ser mal visto en el vecindario. Y en ese sentido, mis campanillas glomerata rodeadas de gordolobo y mis delicados tulipanes eran la envidia de muchos, cosa que me hacía sentir muy satisfecho.
Mi viejo overol presentaba profusas manchas de lodo, y por ese tic nervioso que siempre he tenido, que me hace rascar constantemente el oído derecho, pues prácticamente todo ese lado del rostro presentaba rastros de tierra. Un buen baño me caería de perlas... agua fresca y cristalina que todo lo purifica. Estaba por terminar mi labor de jardinería y me sentía orgulloso de los resultados. Pronto los relojes marcarían las dos de la tarde.
Ya sólo me faltaba regar las plantas, rociarlas con el elemento del cual surgió la vida. Sobre todo las madreselvas necesitaban mucha agua, mucha, abundante, a causa del fertilizante recién aplicado. Sin la suficiente humedad el químico terminaría por quemar las raíces, eso sería una verdadera catástrofe cuando estaba tan próxima la visita del jurado que calificaría el concurso de jardines floridos, certamen que cada año celebraba el vecindario y llenaba de distinción al ganador.
Extendí entonces larga manguera que tenía en la caseta de herramientas, conecté uno de sus extremos a un grifo. Regaría personalmente la base de las madreselvas para asegurarme que obtenían la cantidad justa de agua que permitiera disolver el fertilizante, luego conectaría el surtidor automático para rociar el resto del jardín mientras me daba esa refrescante ducha que para entonces ya deseaba con toda el alma. Tales eran mis planes, pero cuando abrí el surtidor de la manguera todo cambió; nada, ni una gota de agua.
Extrañado, pensé que habría alguna obstrucción en la manguera, es lo primero que piensa uno, tal vez estaría doblada en algún punto, eso impedía el paso del líquido. La revisé de extremo a extremo y comprobé que no era tal el motivo de mi problema. Entonces me ocupé del grifo; estaba más seco que una piedra en el desierto. Fui a otro grifo y luego a otro, incluso abrí los manerales del lavatrastes, las regaderas de dos baños y hasta revisé el depósito del WC, pero todo estaba seco, ni una gota de agua.
Me considero una persona emocionalmente estable, de manera que no me alarmé ante la situación; sólo me detuve unos instantes para repasar los hechos. Así comprendí que me encontraba ante inesperado inconveniente que requería pronta solución, pero tampoco era como para causar angustia. Lo más sencillo, de momento, era tomar un par de cubos y recurrir a la vecina. Le pediría el agua suficiente para regar las madreselvas, lo cual era prioridad en ese momento.
Ding-Donggg... --sonó el timbre de la vecina Catalina, quien acudió hermosa como siempre.
--Vecino, qué le trae por aquí, qué milagro que se deja ver por esta su casa...
Allí estaba ella frente a mí, vestida con diminuto payasito amarillo canario pegado a su delicada piel blanca cubierta de aperlado sudor. Sin duda interrumpí una de sus interminables sesiones de ejercicios, de bicicleta fija o de aeróbicos que le permitían conservar esa delicada figura que... mmmmmmm... ¡Madre mía! Cómo me hacía vibrar aquella mujer mientras la miraba desde mi ventana ejercitando en su patio trasero.
--Odio haberla interrumpido, si mi situación no fuera de verdadera emergencia jamás me habría atrevido.
--No diga eso, para qué estamos los vecinos entonces... Dígame, en qué le puedo ayudar. Pero qué torpeza la mía, ni siquiera lo he invitado a pasar.
--No se moleste doña Catalina, además míreme cómo vengo, ensuciaría su hermosa estancia.
--Pero vecino, no se fije usted en eso, míreme a mí cómo estoy...
--Sí, ya la estoy mirando y... ¡Madre!
--¿Cómo dice vecino?
--¡Oh! No, no, nada. Decía que mejor permanezco aquí.
--Pero dígame vecino, qué necesita. Lo que sea téngalo por hecho.
--¿Loooo... que sea? ¡ejem! Digo, sólo venía a preguntar... Pues, es que, si me haría el favor de obsequiar dos cubos de agua, tal vez tres, es que no sé por qué motivo no sale agua por mis grifos...
--Pero vecino ¿acaso no se enteró?
--¿Enterarme? ¿A qué se refiere?
--Pues que la compañía distribuidora de agua cortaría el suministro por tiempo indefinido desde anoche para hacer algunas reparaciones en las líneas...
--¿Cómo?
Y así iba descubriendo que mi problema era más grave de lo que al principio parecía. La situación comenzaba a tornarse preocupante.
--¿Y no sabe usted cuánto tiempo tardará la dichosa reparación?
-- No vecino, pero dijeron que entre 24 y 72 horas.
--¿Cómo... 72 horas?
--Pues eso dijeron, aunque podría ser antes. Por eso recomendaron apartar la suficiente agua para el uso doméstico ¿no lo escuchó? Lo estuvieron anunciando en la radio y en la TV.
--Me meto tanto en mi trabajo que no escucho radio ni veo televisión. Bueno, pero abusando de su amabilidad ¿podría compartirme un par de cubos del agua que apartó?
--Hay vecino, ahora sí me pone en aprietos, es que no fue mucha la que pude juntar, pero si se le ofrece alguna otra cosita...
--No, déjelo, entiendo...
Y me retiré con mis cubos vacíos, pensativo, preocupado... Comenzaba a asustarme.
Entonces miré a mi derecha y al sólo ver la casa de Juan, mi vecino de enfrente, se iluminó el cielo. Juan y su gran piscina, Juan y todos los favores que me debía, siempre pidiéndome en préstamo la podadora de césped, la escalera de mano, herramienta, fertilizantes. Juan no podrá negarme un par de cubos de agua, o tres, o cuatro, tenía miles de litros en su piscina.
--¡Pero Juan, nunca me he negado cuando me pides algo!
--¡Ah! Entonces se trata de eso, vienes aprovechando que te debo un favor...
--¿Uno?
--Uno o dos, o veinte, los que sean, Eso se llama abuso. Cuando uno hace un favor no debe esperar recompensa. ¡Nunca!
--Pero Juan, sólo te pido dos cubos de agua, eso es todo; tienes mucha en la piscina...
--Y lo dices con tal tranquilidad que me asusta. ¿Tienes tantita idea de lo que a mí me cuesta el tratamiento de esa agua? ¡Cómo me molesta la gente inoportuna! La gente que no toma en cuenta esos detalles. Qué fácil se te hace decir dame dos cubos de agua, así nadamás. Qué fácil...
No sé qué fue lo más molesto: el portazo que dio, tal vez el que aún tenía en su poder mi podadora de tractor, quizá el haber usado durante toda la mañana la podadora manual para no importunarlo pidiéndole lo que me pertenece. ¿Acaso no me cuesta a mí el afilado de las cuchillas? ¿El combustible que utiliza?
El caso es que caminaba de nuevo por media calle con mis cubos vacíos.
--¿Y por qué tengo que estar pidiendo a la gente? Así son todos; sólo cuando necesitan de los demás. Compraré en el almacén toda el agua embotellada que encuentre. Por qué no se me ocurrió antes...
--¡jajajajajaja... jajajajajaja! Oye Carmelo, este señor quiere agua embotellada, quiere toda la que tengamos jajajajajajaa...
--¿Se la llevo toda?
--Pues venga... Si la quiere toda, trae toda la que tengamos ¡jajajajaja... jajajajajaja!
--Perdone, pero no le veo la gracia --Le dije desconcertado.
--La gracia amigo, la gracia la verá enseguida ¡jajajajaja... jajajajaja!
Y Carmelo llegó con la gracia en las manos: una botella de un cuarto de litro de agua embotellada.
--Ahí la tiene amigo, trae en qué llevarla o se la enviamos en el camión ¡jajajajajaja... jajajajaja!
--¡Pero es que se burla de mi!
--¡jajajajajaja! No amigo, no me burlo, es que tiene gracia. En las últimas 48 horas he vendido más agua embotellada que en los últimos seis meses y no sé por qué ahora que tiene tanta demanda no me han surtido.
Esto estaba llegando muy lejos, pero no soy bastón que se dobla con facilidad, así que me monté en mi auto, en mi elegante BMW, y rechinando llantas emprendí el viaje hacia el poblado próximo. Yo llegaría más lejos, tan lejos como fuera necesario, pero regresaría con el agua suficiente... ¡Faltaba más!
Había transcurrido poco más de una hora cuando estacionaba el vehículo frente al almacén del pueblo vecino, un poblado de mayor categoría que el mío, de manera que no tendría problemas para conseguir cuanta agua quisiera.
--¿Cómo dice?
--Dije que no tengo agua embotellada --Me respondió el tendero, quien por el tono de su voz parecía de pocas pulgas --Culpe usted a los que comenzaron hace un par de días la huelga en la única planta purificadora y embotelladora que hay en la región. Quiere otra cosa o es todo.
Juro que no soy persona violenta, juro que nunca había hecho nada igual, pero en ese momento, en ese preciso instante, alguien invisible me habló al oído izquierdo y yo lo escuché. No me pude resistir, fue como cumplir una orden: asesté tremendo puñetazo en la larga nariz del tendero caradura y me retiré.
Mientras caminaba encontré un almacén de artículos de plástico, adquirí dos bidones de 80 litros cada uno y me fui a llenarlos a la fuente ornamental de un parque.
En eso estaba cuando llegaron dos patrulleros. De manera violenta me tomaron por los brazos y me pusieron frente al tendero que con una mano me señalaba y con la otra sostenía su nariz enrojecida y sangrante.
Así fue como pisé una celda por primera vez en mi vida. Por compañeros: un par de ebrios levantados de las calles y un sujeto con cara de asesino serial que me miraba con insistencia, digamos que analizaba cada uno de mis movimientos. Me senté en una plancha de piedra lo más lejos que pude del sujeto analista, distancia que, por cierto, no era mucha. Al poco rato, uno de los ebrios, el de menor edad, el otro era un anciano, se sentó junto a mí.
--¿Qué le trae por aquí amigo?
Yo traté de alejarme lo más posible de la pestilencia que asaltó mi aparato olfativo, pero trataba de no hacer algo que pudiera ofender al caballero, no lo creí apropiado en las circunstancias en las que me encontraba, prácticamente invadiendo su mundo, ese mundo al que yo, definitivamente no pertenecía, pero al cual había caído llevado por larga cadena de extraños acontecimientos.
--Le pregunto porque a luego se ve que usté no es de los que caen por aquí muy seguido, claro, aunque ahora esté vestido así.
--Pues tiene usted razón, de hecho es la primera vez que me veo metido en un trance como este.
--Siempre hay una primera vez pa'todo, y se siente rete feo, pero a luego se acostumbra...
--En realidad no espero tener que acostumbrarme; sólo espero que el juez establezca una multa para pagar y así poder retirarme, porque tampoco estoy aquí por asesinato.
Roto el hielo y ante la necesidad de distraer mi atención en tan penoso trance, terminé contándole mi triste historia con pelos y señales, descargando así todas las tensiones del día. Serían las ocho de la noche cuando un celador me condujo ante el juez que se había decidido a fijarme una multa, además de cuantificar los daños y perjuicios que tuve que pagar para quedar en libertad. Intenté pagar también la multa de mi nuevo amigo, pero como era visitante consuetudinario tenía que cubrir completo su arresto. Regresé entonces a despedirme de aquel sujeto, mas para mi sorpresa, me dio una dirección y dijo:
--Vaya usted para allá, dígale a mi mujer que mañana me sueltan a eso del mediodía, y de mi parte, que le llene sus bidones con agua, esa de las fuentes es agua sacada de las cañerías, apenas con un poco de cloro. ¡Ah! Y que le dé algo de comer, se ve que no ha comido...
Así lo hice, y comprobé entonces la humildad en la que vivía aquel hombre con su familia, pero descubrí también la enorme bondad que el ser humano puede contener en su corazón cuando está despojado de tanta falacia. En el trayecto de regreso no pude dejar de pensar en mi nuevo amigo, en su pequeña hija de cachetes rechonchos, grandes y despiertos ojos; en el abrazo maternal para su vieja muñeca que algún día -quizá con su anterior mamita-, habrá tenido los dos brazos. Pensaba en aquella mujer embarazada cargando a otro bebé mientras se desvivía para prepararme un huevo frito, porque en su despensa no había más, pero se negaba a recibir el dinero que intentaba dejarle como muestra de agradecimiento por sus atenciones. Pensaba en la distancia que tuvo que caminar para acarrear el agua con la que llenó mis bidones mientras yo cenaba. Pensaba en que todos los días hacía lo mismo aquella mujer, como muchas más, para disponer de agua en su humilde hogar.
Qué contraste tan marcado con lo que era mi vida. Mi vecina vivíendo con la obsesión de alcanzar un cuerpo perfecto para sentirse deseada por todos, pero con alma de cántaro; o el vecino de la piscina que siempre pedía para sí, pero nunca daba nada, ni siquiera dos cubos de agua cuando poseía miles de litros. ¡Cuánto dan los que nada tienen; qué poco comparten aquellos a quienes todo les sobra! Y yo, obsesionado por tener el mejor de los jardines, por conquistar aquel trofeo sólo para sentirme superior a los demás, haciendo el mayor de los berrinches porque un día no recibo agua, un solo día en años... ¡Que contrastes!
Al dar vuelta para tomar mi calle un feo presentimiento me invadió. Un riachuelo corría junto a la acera y parecía tener origen justo en mi propiedad. Y es que hacía varias horas habían reanudado la distribución de agua y ya habían escapado miles de litros por los grifos que dejé abiertos en mi atropellado partir.
Mis jacintos rojos y blancos, igual que mis abelias de albo resplandor flotaban libres en el anegado jardín; las tupidas crásulas, las drácenas marginata y hasta las exóticas plumillas de Santa Teresa estaban arruinadas. Los pitósporos prácticamente ahogados... Podía sentir la mirada satisfecha del vecino Juan desde su ventana, seguro de que ahora sí alcanzaría el trofeo al jardín florido más hermoso.
En otras circunstancias habría sido un trance insuperable, fatal, pero en lugar de eso me sentía feliz al no encontrar en mí tal desesperación. Me reconocía entonces liberado de las cadenas del egoísmo, del querer siempre ser el primero, del estar por encima de todos, del tratar de humillar a los demás, siempre aparentando sin ser. Y es que, aquel día, cuando descubrí la bondad que puede poseer el ser humano sin tantas complicaciones, mientras chapoteaba divertido en esa agua origen de la vida, descubrí que esa misma agua que me puso en circunstancias desconocidas me había vuelto a la vida.
En Cancún, costa mexicana del Caribe
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