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La arena, delgada y áspera, se colaba entre los dedos de sus pies. Ya despojada del ardor del día se iba sintiendo agradablemente tibia. Desde hace rato el sol comenzaba a hacer su reverencia a la tarde, inclinándose hasta perderse dentro del mar infinito. Éste, en su monótono viaje intermitente, robaba marcas de pisadas en cada paseo a la orilla para esconderlas en su inmensa y mojada humanidad. Comenzaban a verse algunos cangrejitos saliendo de sus agujeros para ir a luchar contra las tenues ondas del mar que reventaban sutilmente en la orilla. Allá abajo, en sus minúsculas proporciones, estos valientes guerreros de enormes tenazas desarrollaban épicas batallas contra el peor de los tsunamis.

Estos y otros mil pensamientos absurdos eran fiel reflejo de la poca ocupación que tenía Cristóbal esta tarde, mientras emprendía camino rumbo al rompeolas, con su rollo de nylon, sus carnadas y sus anzuelos, armas letales para matar el tiempo. Su paso lento y tranquilo le permitía observar con detalle el movimiento en la costa, típico de un sábado en la tarde. Lanchas cargadas de turistas que llegaban desde los cayos, con cansancio en sus rostros colorados por el sol, cargados de bolsos, toallas y niños dormidos. Vendedores recogiendo sus tarantines, gritos de conductores en el terminal arreando los ríos de gente que aceleraba el paso hacia las paradas de autobuses, en procura de un pronto retorno a casa. Algunos cansados de tanto trabajo, otros cansados de tanto descanso, emprendiendo la vuelta con un poquito de sol adherido en el cuerpo.

Una vez en el muelle, Cristóbal saltó entre las piedras del rompeolas rumbo a su lugar predilecto. Desplegó con destreza todos sus implementos colocándolos sobre una piedra, la más plana, como un cirujano que presenta sus instrumentos. Tomó un plomo anudándolo con fuerza dos cuartas sobre la punta del hilo de nylon, luego ató un anzuelo mediano al extremo. Llevaba consigo una bolsa llena de recortes de calamares y camarones que compró por un bolívar en el restaurant del malecón, justo antes de que el cocinero lo tirara a la basura. Cuidadosamente atravesó con el anzuelo afilado la carne de un trozo mediano, y luego de un par de vueltas en el aire lanzó el hilo transparente rumbo al mar con el mismo estilo de un cowboy que tira la cuerda para enlazar el caballo.

No supo cuando tiempo pasó, se necesitaron decenas de olas para que se percatara de que el mar estaba estéril aquella tarde, que de tanto ser tarde se volvió noche.

La luna hizo aparición en la escena haciéndola totalmente predecible… rumor de marea, reflejo de estrellas en el mar oscuro, espuma de mar esparciéndose sobre el agua y chasquido de olas cacheteando las piedras. La misma escena de mil historias escrita por innumerables autores. Sentado en las piedras, con los pies sumergidos, chapoteaba suavemente para distraerse con el sonido del agua, esperando por el botín que nunca llegaba. Quizá la bulla de los turistas que aún quedaban en el malecón, con sus camionetas rústicas de muchas luces y sus equipos de sonido a todo volumen, mantenían a los peces alejados de la costa.
– Esta no es noche de pesca – pensó para sus adentros, y poco a poco, sin levantarse mucho, comenzó a recoger el hilo de nylon que apenas si se distinguía entre tanta oscuridad. Fue entonces cuando sintió un ligero golpecito en su tobillo, aun sumergido en el agua oscura. No fue muy fuerte, pero le tomó por sorpresa haciéndole dar un salto. Era una botella de cerveza que flotaba en el mar. Tenía un tapón improvisado con mucha cinta adhesiva y dentro de ella una pequeña moneda dorada que parecía brillar con el reflejo de la luna.

Con su salto temeroso había pateado la botella alejándola de él, pero poco a poco el vaivén del mar la traía de vuelta un par de piedras más allá. Se incorporó y dio tres saltos entre las rocas en busca de un lugar más asequible. Una vez allí, bastó estirarse un poco para halarla hasta él con la punta de sus dedos.

Era una botella de cerveza relativamente nueva, sólo un par de rayones afectaban su impecable impresión. Por su buen estado podría inferirse que hacía muy poco tiempo que había sido lanzada al mar, a lo sumo un par de días. Detrás del color ámbar, como una marca de agua, podía verse una extraña moneda de forma irregular y de color cobrizo. También había una nota perfectamente plegada que comenzaba a mostrar manchas de tinta al impregnarse con el agua que ya se filtraba por el tapón. La curiosidad del hallazgo salvó una noche de pesca monótona e improductiva.

Despegó la cinta plástica, retiró el pedazo de anime que hacía las veces de tapón y como pudo sacó ambas cosas de la botella. La moneda parecía ser una especie de medalla, con diversos símbolos geométricos a su alrededor. Los bordes ondulados semejaban la silueta de una flor. Sus dos caras iguales no mostraban número alguno ni tampoco ninguna señal que permitiese identificar su origen.

Sacar el papel fue más difícil. Estaba adherido al interior de la botella gracias a la pequeña porción de mar que se había colado por su improvisado sello. Fue necesario hurgar entre las piedras buscando algún accesorio. Con ayuda de una paleta de helados logro extraerla de su encierro. Perfectamente doblada guardaba un manuscrito realizado con impecable letra y ortografía.


Amigo o amiga que por alguna causa encontraste mi botella:
Recibe un abrazo, quienquiera que seas. Deseo creer que esta nota no llega a ti por azar. Que debe haber alguna causa para que el mar te haya escogido entre millones de personas que deambulan por las costas.
Te sonará absurdo, pero el agua te ha otorgado un valioso regalo que espero merezcas. La pequeña moneda que acompaña esta nota tiene la capacidad de conceder todos los deseos que puedas tener justo en el espacio de tiempo en que rompen dos olas contra la orilla, o sea, sólo un instante. No hay mucho más que decir, solo desear que tengas la sabiduría que se necesita para manejar un regalo de este calibre.
Yo, al igual que tú, la recibí del mar hace poco. Pero no fui digno de semejante regalo, y entendí entonces que no es a mí a quién buscaba la moneda. Por eso nuevamente la devuelvo al mar, renunciando a todo aquello que pedí para mí. Si no estuvieses a la altura de este obsequio, que de seguro lo sabrás, te pido hagas lo mismo. Hay alguien en el mundo que dará sentido a este sinsentido.
Ojalá seas tu la persona a quién busca esta moneda…


Cristóbal leyó la nota con una sonrisa, y no pudo evitar imaginar que el mar era una red virtual que le enviaba uno de esos mails en cadena con la imagen de la Sagrada Sonrisa de la Virgen de los Milagros. Esa que opera dentro de las gloriosas redes de la Web y que sólo concede favores a aquellas almas puras que reenvían los mensajes sin parar, contribuyendo al colapso de los servidores mientras transporta virus de un lado a otro. Volvió a doblar el papel sobre los mismos pliegues originales y junto con la moneda los metió en su bolsillo para emprender el regreso a casa.

De más está decir que esa noche no cenó pescado. El premio de consolación fue una arepa de jamón y queso guayanés que engulló con gusto en el kiosco del viejo Tomás. Habría que esperar hasta el lunes para un trozo de pescado, cuando los viajeros se hayan retirado llevándose sus ruidos, sus luces y el temor de los peces.

Esa noche le tocó dormir en el almacén de las sillas, para cuidarlas de los ladrones y para poder levantarse bien temprano a clavar los toldos multicolores en la arena, en perfecta fila, como delimitando la playa. Mañana era Domingo, y se esperaba que los turistas llegaran más temprano para disfrutar al máximo la costa y tener tiempo de regresar a casa a buena hora, con tiempo suficiente para cargar baterías. Prestos para la semana que estaba por comenzar.

Vació sus bolsillos para tirarse en la hamaca y tropezó nuevamente con la nota y la moneda. Releyó las líneas e imagino la absurda posibilidad de que algo como eso pudiera ser cierto. Pensó en el inmenso poder que arroparía una moneda con semejante característica y pensó en lo absurdo que resultaba creer que pudiera ser él el escogido entre miles de millones de seres humanos que pudieran obtener semejante bendición. Sin embargo, como en un juego infantil, perdió unos minutos de su tiempo pensando en todo aquello que podría estar a su alcance. Pensó en sí, pensó en los suyos, pensó en la gente, y se abocó al sueño loco de imaginar deseos universales…

- Si el mundo fuese justo
- Si la vida sonriera a cada minuto
- Si pudieras ver a los ojos a todo el mundo, sin ser menos que nadie ni más que nadie
- Si conociera el lugar exacto donde comienza el fracaso, para no intentar nunca menos ni más de lo que se puede hacer.
- Si todos pensaran bien de mí y a mi no me importase lo que todos piensan
- Si ella me entendiera sin tantas palabras y si pudiera saber lo que pasa por su mente
- Si los peces pelearan entre sí por engancharse a mi anzuelo
- Si fuésemos felices, totalmente felices…


Mientras pensaba, por la puerta entreabierta se dejaba colar el ruido de las olas reventando en la orilla. Una, otra e infinitas veces…

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…Sol de la mañana que a pesar de tu tamaño entras perfectamente por la ventana entreabierta bañando de luz rojiza todo el lugar. El mar juguetón invita a los amigos a brincar entre sus olas, olor de aceite caliente en los calderos de las viejas vendedoras de empanadas que comienzan a fabricar su mercancía. Mañana perfecta, día perfecto para el buen Cristóbal que de muy buen talante se apresta a comenzar la faena.

Sólo él nota la particular luz que desprende el sol esta mañana, nadie como él percibe los colores de este amanecer de playa. Algo diferente pasa, lo ve. Mas que verlo lo siente, porque le corre por el cuerpo una extraña sensación de total satisfacción. Como la llenura que te ahoga cuando has comido en exceso. Sonrisas, amigos con francas miradas de aprobación y apoyo, puertas que se abren por doquier, y ella, queriéndolo como nunca y sintiéndose saciada por el amor que recibe… Así pasó el día, la noche y el día siguiente. Así transcurrieron horas interminables. Días perfectos, circulares, que iniciaban en el mismo punto del día anterior.

Los días corrieron sonriéndole a Cristóbal, que de tanto vivirlos se habituó a ellos. Entonces nunca más fueron especiales, y el éxito se volvió rutina.

Una mañana tan igual como todas despertó Cristóbal. El olor del café caliente se le coló en el sueño trayéndolo de nuevo a la realidad. El sol de la mañana teñía de luz rojiza la habitación una vez más, como hacía siempre. Afuera nuevamente comenzaba la faena del fin de semana. Tarantines que se izaban sobre la arena, pescadores limpiando pargos y sierras para ofrecer a los turistas a la hora del almuerzo. Niños fugados de la escuela para competir en el muelle por los mejores clavados.

Se levantó y caminó a la cocina buscando su café y su beso mañanero. Allí estaba ella, friendo los pescados que él había traído la noche anterior. Calladito se le acercó por detrás y en un abrazo suave besó sus hombros morenos. Ella volteó hacia él y le regaló una sonrisa, y entonces, echando a un lado el amor como quién aparta el monte para abrirse paso en el camino, él pudo ver a través de sus ojos felices el fondo vacío que sólo pertenece a aquellos que por tenerlo todo ya no tienen nada, nisiquiera una palabra que decir. Y la felicidad eterna le rasgó el alma con su cara más triste. Esa que tiene un dolor tenue pero constante que no se quita con nada: La cotidianidad.

Fatídico descubrimiento el de Cristóbal y triste reflejo el que ella encontró en sus ojos. Cuatro cuencas vacías en las que antes hubo lágrimas, esfuerzo, rabia, y mil razones para estar juntos. Ninguno dijo nada, pero ambos sabían lo que habían sentido. Comieron, intercambiaron frases sencillas sobre las cosas por hacer y partieron cada quién rumbo a su día. Dejando la casa impregnada de un vacío pesado. Ese que solo se siente cuando se pierde un trocito de si mismo.

Sería una pérdida de letras hablar del día de Cristóbal, malditamente bueno podría decirse. Neutro, casi tan igual como los otros. Sólo una cosa que rescatar, por diferente. La memoria recurrente de la imagen de su mujer y el sinsabor que dejó la expresión de su rostro. – Cosa curiosa – pensó, lo mejor que ha tenido el día es este mal pensamiento que distrae mi mente.
Esa noche volvió a visitar el muelle para distraerse un rato. Nuevamente saltó entre las piedras hasta su lugar favorito, nuevamente desplegó sus anzuelos y sus carnadas y alistó el nylon para la pesca nocturna. Entonces, cuando se sentó en la piedra y metió sus pies en el agua fría, le sobrevino el recuerdo de aquella vez en que las luces de las camionetas y el ruido de la música en el malecón le mandaron a casa sin peces y con una vieja moneda como único botín.

Tenía sentido, por más incrédulo que fuera sabía que tenía sentido. Así que se levantó de prisa y saltando entre las piedras apuró el paso hacia el almacén de las sillas. Allí, buscando entre sus cosas encontró la vieja moneda justo sobre la nota doblada. La leyó de nuevo, y se recordó a si mismo, meciéndose en la noche mientras soñaba deseos bonitos.

No hubo mucho que pensar, como pudo puso todo de nuevo dentro de una botella de refresco que encontró en la basura e improvisó un tapón con trapos y bolsas plásticas selladas con cinta adhesiva. Entonces, como si se tratara de una carrera, corrió con mucha fuerza hacia el borde del muelle. Allí, sin detenerse, aprovechó el impulso que llevaba y con todas sus fuerzas lanzó la botella de vuelta hacia el mar.

Y se marchó, convencido de haber roto algún absurdo maleficio, con la sonrisa en la cara rumbo a su casa. Entre las oscuridad de las piedras caminaban decenas de cangrejos, con sus largas tenazas retando a las olas que les atacaban desde diversos flancos. Los vio y sonrió, feliz de vivir en su mundo imperfecto, injusto, pero muy divertido.








Texto agregado el 04-02-2008, y leído por 320 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
09-04-2009 Perfecta forma de entretener al lector. Un final muy singular el tuyo. Pienso igual que Cristobal, vivimos en un mundo imperfecto pero divertido para cada quien. inkaswork
12-02-2008 Con tu permiso, paisano, imprimiré este cuento para tenerlo a mano cada vez que quiera retomar fantasía en mi vida. Un abrazo. mon_reloaded
06-02-2008 Un cuento que se disfruta de su lectura, con un mensaje claro, y un dejo de fantasia. De forma definitiva, me ha gustado. clepsidra
06-02-2008 me atrapó con esa dulce melancolía que le impregnaste al texto. Quizás por poner un "pero..", el final me resultó algo apresurado, no pensé que todos sus problemas se solucionarían con tan solo desprenderse otra vez de la moneda...LaMandrágora. LaMandragora
 
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