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Su peculiar costumbre de morirse a las 17:30 p.m. había ocasionado dificultades varias a sus familiares y a él mismo lo había convertido en un ser extremadamente inestable, con intensas fluctuaciones entre el optimismo y el pesimismo.
Todo comenzó a la edad de 16 años. Una tarde mientras tomaba un café con leche se murió. Sus padres conmocionados llamaron por teléfono a una ambulancia. Los paramédicos le practicaron distintas maniobras de reanimación pero sin resultado positivo. Camino a la morgue del hospital Vicente revivió. Su madre se desmayó ante tamaño acontecimiento y su padre prorrumpió en llanto.
A partir de ese momento la extraña situación de una persona que perece y resucita –Vicente-- se repitió dos o tres veces al año.


Yo predominaba en aquellos concursos donde la obstinación no contaba y los pergaminos se desintegraban entre el desapego y la fanfarria. En esos nuevos buenos tiempos las mujeres que habitaban los bosques del deseo, redimían con sus cuerpos toda la ponzoña y suciedad de la resignación. Sus tatuajes de amor emanaban el aroma propio del mediodía exacto entre la floresta. Las promesas del porvenir eran tiernas y las llagas aún no habían surgido, todavía aguardaban bajo la piel.
Entonces salía disparado rumbo a las atmósferas de la alegría. Exageradas y desproporcionadas por la imaginación, pero tan mías e intensas. En ellas las pequeñas aventuras danzaban al son de violines que las endrogaban mientras se desmultiplicaba la fugacidad. No estaba solo, me acompañaban los mancebos del verano, sedientos e inmorales.
El ahora dilapidaba libido, las estrellas nos brillaban desde dentro y su pulso opacaba el firmamento que fingía desinterés. Los interrogantes caían quebradizos a los pies de exploradores cósmicos dispuestos a hacer arder la sensatez en la pira de la temeridad.


Sus padres se divorciaron al cabo de unos años de agonía conyugal. Uno de los motivos de la ruptura pasaba por la interpretación divergente en torno a la suerte del primogénito que habían coadyuvado a dar a luz. La madre sostenía que la recurrente ausencia paterna a tempranas edades había generado el desorden biológico en cuestión. El padre argüía que esas ausencias habían estado motivadas por razones laborales, estrictamente indispensables para el progreso de la familia. Y enarbolaba otra causal. La sobreprotección materna extendida mucho más allá de lo indicado.



Llegando al campamento los fuegos se hacían más imponentes. Crepitaban junto a los rápidos de la ebriedad, la tribu desmontaba la distancia y los encuentros se apoderaban del lugar. Fatiga abolida, hallarse en todas partes, aves heráldicas de la autoafirmación planeaban sobre el día vestido de noche.
La comunicación desembozada, de a ratos sembraba dudas que sin embargo, claudicaban una y otra vez ante la vigorosa recuperación de la confianza. Una lozanía en apariencia inagotable, la rescataba de los despeñaderos que amenazaban su predominio.
Saliendo del campamento los rubíes diseminados entre lodazales y breñas. La vulnerabilidad potenciada pero también la osadía.
De pronto la convocatoria. A correr y fugar sobre felinos que relamían sus bigotes.


Continuó viviendo con su madre unos años pero luego, cuando al fin se emancipó, el problema lejos de haber desaparecido tendía a intensificarse. Seguía muriéndose a las 17:30 p.m. aunque con mayor frecuencia, unas cinco veces al año.
Si fenecía en su departamento de soltero, el inconveniente era minúsculo, debido a que las repercusiones más negativas provenían de la reacción de otros ante su fallecimiento.
En una época Vicente había pensado que podía reducir drásticamente el alcance de su desorden, si todas las tardes esperaba la llegada de la hora fatídica en soledad, evitando así los sopores y los prejuicios de quienes oficiaban como testigos de aquella peculiaridad. Pero su disciplina no prosperó…, es que el mundo ofrece cosas maravillosas para hacer a las 17:30 p.m., y como solían pasar meses sin que le llegara la parca, terminó optando por dejar que ocurra donde sea. Aunque claro, tomaba recaudos vitales, evitando, por ejemplo, conducir un automóvil durante la franja horaria más cercana al momento de su muerte temporal.


Bajó el frío desde las desérticas comarcas del desamparo, y la escarcha diagramó cuanta forma caprichosa de dolor existe. El sortilegio de los ciclos nos atrapó y convirtió en roedores. Ratas y ratones amnésicos, incapaces de reavivar los restos del fuego que agonizaba entre las cenizas del verano.
Llegó el frío y con él los abrigos que aíslan, la fractura de los puentes, el adiós de porcelana hecha trizas al caer sobre el suelo imperturbable.
“Otros nos vengarán”, se escuchaba de vez cuando y no se sabía dónde moraba el emisor. “Ellos estarán mejor posicionados”, repetía alguien oculto tras el manto gris de la claudicación.
Las estaciones son el carrusel en el que pretendemos escapar siguiendo la falsa recta proyectada por el círculo que nos comprende.
En ocasiones deseábamos que algún vórtice rompiera el conjuro, pero en realidad aguardábamos, tal vez de manera inconsciente, que el tiovivo nos depositara en otro estadio.
Dinteles de la televisión, fauces machaconas, mandriles birlando las frutas, todo aquello que paraliza y más. De lo mismo, de las marchitas corolas de narcisos. Algo tan parecido que es igual por mera homologación de las representaciones.


El médico Ricardo Valentierra, había intentado reconfigurar el funcionamiento glandular de Vicente a través de distintos medicamentos. También había recurrido a la práctica heterodoxa de los injertos. Pero ninguno de los dos tratamientos produjo el efecto buscado.
Un día, mientras Valentierra disfrutaba de su esparcimiento favorito --- las carreras de caballos --- tuvo una idea fulgurante. “Si Vicente sufriera el impacto de un rayo, y lograra sobrevivir, su mapa genético quedaría lo suficientemente transformado como para dejar atrás la muerte temporal y exacta de las 17:30 p.m.”.
Vicente escuchó la propuesta y decidió aceptarla. Porque confiaba enormemente en el profesionalismo de R. V., que por otra parte lo había atendido desde su más temprana niñez. Desconocía sin embargo que su médico de cabecera venía escribiendo un libro titulado “El hombre que murió mil veces”, y que esperaba cerrar el último capítulo relatando la cura definitiva del paciente cuyas experiencias le habían inspirado el texto.
R.V. estaba convencido de que su libro sería un best-seller inconmensurable, demoledor y eterno. Además especulaba con la muy cierta posibilidad de que su exótico paciente, enormemente agradecido por haber sido librado de semejante “condena”, no le reclamaría ni un centavo de las ganancias recaudadas. En última instancia, si el rayo era demasiado poderoso, el capítulo final no trataría de la cura sino de la muerte definitiva del hombre que ya había muerto mil veces. El éxito estaba asegurado de todas maneras.


Diametralmente enojados roncaban frustraciones. El veloz ajuste de las expectativas los colocaba en el bote de la perdición. Aquí estaba la clave, la perdición crecía con su tufo y sus manos que aferran y pesan toneladas de fatalismo. Afuera arreciaban cuchicheos y escarnios. Gente urdiendo tretas pequeñas y miserables detrás de las ventanas. Sensación de encierro.
Diametralmente unidos en la ruptura de los lazos, todos los derroteros soltaron amarras y allí fue cuando la elite del vacío trincó sus dientes sobre la carne de los profetas de la salvación. Les arrancaron trozos enteros de brazos y piernas, deteniéndose de a ratos para gozar con su aflicción.
Antropofagia de profetas. Aquella vez se impusieron los que reivindicaban el hundimiento como única vía para la negación del mundo. La Naturaleza trastocada desbordó ríos y accionó aletargados volcanes. Entre otras catástrofes. Entre otras furias de la derrota buscada y aguardada.
La Naturaleza se arrogó ser la fuente última y primera. ¿Quiénes iban a contradecirla? ¿Los idealistas fosilizados dentro de su gran mente colectiva?, ¿los nihilistas y su resentido escape?
Ella disparó los dardos y la amargura abrió sus curiosas flores y derramó hiel hasta embadurnar los mecanismos gigantes y pequeños.
Paranoia de los impuestos a pagar durante nuestros viajes por las carreteras del devenir. Tasas, exacciones, tributos. ¿Quiénes sostenían nuestros frágiles paraísos? ¿Por qué dejaron de hacerlo?


El paisaje se estremecía ante la inminente llegada del “Huracán Signorelli”. Lo acompañaban el granizo y las descargas eléctricas. Hasta allí habían llegado Vicente y R.V. con la manifiesta intención de penetrar hacia el centro de la colosal tormenta. Los demás evacuaban el lugar y ellos se adentraban.
Casas y árboles se veían sombríos como presintiendo la brutal embestida que habrían de sufrir. Los ojos de R.V. chisporroteaban de codicia mientras que Vicente avanzaba entre sereno y resignado.
Apenas eran las 3 de la tarde, pero parecía medianoche. La humedad no cesaba de crecer y generaba un sopor intolerable. De repente todo se detuvo. Un enorme nirvana embargó aquel ambiente. Calma fugaz que oficiaba de presentadora del caos.
Finalmente el huracán arribó y sus aullidos de muerte todo lo embellecieron.
Los dos cazadores del rayo se parapetaron entre unas bolsas de arena apiladas en una esquina por el dueño de un comercio, que de esa forma esperaba salvaguardar su propiedad.
Transcurridos unos minutos R.V. gritó con todas sus fuerzas para animar a Vicente, después le ordenó que abandonara el refugio y corriera por las calles implorando al cielo una centella. Vicente obedeció. Corrió como un poseído durante más de media hora. Nada le ocurrió, excepto mojarse por completo sus ropas y zapatillas. Al regresar a la esquina reforzada con bolsas de arena, encontró algo parecido a Ricardo Valentierra, o mejor dicho, sus despojos malolientes tras el rayo que lo había calcinado.

Vicente aún sigue muriendo, de tanto en tanto, a las 17:30 p.m., y por supuesto, su autobiografía es el libro más citado después de la Biblia.

Texto agregado el 04-02-2008, y leído por 72 visitantes. (0 votos)


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