A Eduardo Gudiño Kieffer
Juego de frases, inventos de terror. Creatividad inconclusa, vértigo relampagueante. Pausa sepulcral. La conclusión fue que tenías razón, ibas a morirte solo. Ni siquiera me dejaste que te tuviera la mano. Te fuiste cuando yo no estaba, había salido a hacer las compras, como todos los viernes a la mañana. Te noté raro, no era habitual ese estado en vos. Melodramático sí, pero nervioso, no. Eso era mío. La histérica, siempre fui yo.
Me lo advertiste pero no quise verlo. Me daba temor escuchar tu silencio elocuente y perturbador. Quería imaginar que eso no nos estaba pasando. No nos pertenecía. Eso, era cosa de otros.
Era inminente el final pero, claro, como podía saberlo si te quería retener, a cualquier costo. Toda la chusma me decía que vos eras diferente, tu humor te iba a salvar y por eso habías durado tanto. ¿Tanto? Tres años es un tiempo mínimo, ínfimo, efímero. En tres años no pude hacer nada de lo que no había hecho antes. En tres años, apenas si me alcanzó para saber un poco más del tema. Tu enfermedad. En tres años intenté leer sobre cuestiones "espirituosas" que nos ayudaran a mantener el alma sana. Libros sobre comidas macrobióticas, sobre Osho, el bien y el mal, el final y el principio. Aprendí a hacer meditación, a confundirme en grupos de apoyo y a exhalar e inhalar haciéndote acompasamiento para que no te sintieras tan fatigado. Lo lamentable fue que con tanto preparativo me olvidé de lo esencial. Me olvidé de estar con vos, desde otro lugar, desde el lugar de nosotros. Nosotros pareja, nosotros amigos. Nosotros. Estuve a tu lado desde el lugar de cuidadora, enfermera o cualquiera de esos nombres que le queramos poner. Te llevaba a hacer rayos, te acomodaba las sábanas, te contaba como estaba el día y después, mientras vos dormías, seguía leyendo, estudiando y no comprendiendo.
Nadie me explicó cómo soportar tu ausencia. Ni todos los libros, ni todas las palabras, ni todas las canciones. Nadie me advirtió sobre el vacío poderoso y el mutismo pesado y bullicioso de tu desaparición eterna.
Recuerdo cuando me dijiste, "ok, nos casamos", fastidiado de tanto insistirte, "si estamos conviviendo, ¿qué te cuesta poner la firma?", te convencí. Lo hicimos en el Registro Civil de la calle Uruguay. Los testigos y nosotros. Sin arroz ni brindis. Una ida al campo juntos y un abrazo con sabor a vainilla del flan que se estaba cocinando a baño María. Las bendiciones fueron el cielo estrellado de la pampa húmeda y hacer el amor hasta quedarnos dormidos.
Desesperada, busqué entre tu ropa, tus papeles, tus asuntos. Una frase, un recuerdo, una respuesta. Como ansiaba encontrar eso que me iba a dejar más tranquila. Un indicio, una flor seca, algo que me hayas concedido. Tenía la impresión de que faltaba el punto final, el cierre a nuestra historia. Y estaba convencida de que en algún lugar lo tenías guardado.
Todos decían: "ya se te va a pasar", "llorá, el agua de las lágrimas cura las heridas", "el tiempo siempre pasa, y pase lo que pase, pasa igual". ¿El tiempo pasa igual? Sin vos a mí no me ocurría. Era un fantasma que deambulaba por las mañanas y las noches. Sólo sobrevivía. No recuerdo si podía respirar. La opresión en el pecho me tiraba sobre el sofá. Inmóvil, muda, transparente.
Después de que nos casamos, no fuiste el mismo. Me dijiste que firmar los papeles te generó un compromiso formal. Te sentías más responsable sobre nuestra situación económica y hasta, me atrevería a insinuarte, habías madurado. Palabra poco frecuente en tu boca: madurez. Entonces empezaste a trabajar el doble. No seleccionabas los contratos; a la mayoría les decías que sí, aunque fuesen unas bazofias y no estuvieran a tu altura. "Me da no sé qué dejar de lado un dinero que después nos va a servir". Y tuviste razón porque pudimos costear tu enfermedad gracias a los últimos bodrios comerciales que no rechazaste. Muchas gracias. Porque aunque ya no estás, sigo cobrando los derechos de autor. En fin.
La sala parecía inmensamente más grande, la cocina espantosamente más fría y el balcón profundamente más desierto. Ni las plantas florecían. Tal vez, ellas como yo, detestaban la detención lúgubre de la casa. Mis ojos se pusieron negros de repente. Mi piel estaba más arrugada y mi corazón apenas latía.
No creía prudente salir a la calle. Entre mi vulnerabilidad y el estado de Buenos Aires, corría el riesgo de ser la próxima muerta por asalto. Aunque, ya lo había pensado, no estaba mal encontrarme con vos allá en la extensión perpetua. Pero, también sabía que no me lo ibas a perdonar, "vos quedate, alguno tiene que seguir presente". Por eso, busqué afanosamente una pista. Una palabra que me calmara la tristeza y transformara mi alma en campanitas con sonidos apenas perceptibles pero muy identificados por mí, iban a ser tu risa. Esa inconfundible risa de los martes a la noche cuando nos sentábamos en el living, a la madrugada, a filosofar sobre el ser humano, sobre cómo encontrar respuestas a los interrogantes jamás respondidos y todo terminaba con mucho vino y mucho sexo y mucha risa. Tu risa, mezcla de burla social con tintineos de Navidad. Única. Amo tu risa.
Vino mi tía Juana, siempre tan inoportuna, estaba durmiendo la siesta, soñaba con vos sobre mi cuerpo, hasta creo que tuve un orgasmo. No lo sé porque el timbre era tan fuerte, que apareció el vecino preguntándome si me pasaba algo. Obviamente no dije nada. "Dejate de tomar pastillas para dormir porque si no, no vas a contar el cuento vos tampoco. Si él se murió por algo será, vos no podés seguirlo en esta también, como hiciste toda tu vida, ¿acordate cuando te llevó a vivir a Hungría por un trabajo de morondanga? ¡Hungría! A él sólo se le ocurrían esas cosas infames y vos como una idiota siempre detrás". Le convidé un café y un pedazo de torta que había traído tu hermana. La que a vos tanto te gustaba, la preparó en tu honor. Esas cosas ocurrían, gente que antes ni pisaba el departamento se la pasaba acá adentro, dándome órdenes, organizándome la vida y diciéndome cómo tengo que hacer para olvidarte. ¡Olvidarte! ¿Pensaron, alguna vez, que no está en mis planes hacerlo? Al contrario quiero empaparme de tu recuerdo para que vivas dentro de mí, por el resto de mi existencia.
Nadie hacía zapping, nadie miraba fútbol y no me escuchaba, nadie dejaba la tabla del inodoro mojada, nadie dejaba las luces encendidas y nadie me quitaba el cubrecama. Cuando digo nadie, literariamente estoy hablando de nadie, absolutamente nadie.
Encendía velas para que desde allá me iluminaras y me mandaras señales, estaba muy perdida. Mi única obsesión era seguir revisando las cosas. Presentía que no te ibas a enojar, algo me decía que al contrario, vos querías que yo lo encontrara. Me imaginaba que iba a descubrir una carta, una canción, un juguete. Algo que te pertenecía, algo que tenía que ver conmigo y que tenía que ver con los dos. Una fantasía, como la que tuvimos el día que nos bañamos en aceite de bebé para que nuestros dedos resbalaran más fácilmente. "Te quiero". La luz de la vela, me daba la sensación de que tu alma estaba conmigo.
Tuvimos distanciamientos, supongo que como cualquier pareja normal. Las idas y venidas tuyas a San Luis, nunca me preocuparon demasiado, un poco de celos me daba, pero tu trabajo era así. De músicos en músicos, de shows en shows, de letras en letras. No era celosa de tu éxito ni de tus fracasos, era tuya. Era verdad que el último tiempo no parecíamos lo que se dice una pareja enamorada. En realidad, enamorados estábamos. Tal vez, el tiempo transcurrido juntos nos quitaba un poco de chispa. Tu enfermedad nos unió en la desolación, en el miedo, en el juntarnos para poder vencerla. ¿Eso era amor? Para mí, sí.
El mate me caía para el demonio, parecía que era una maldición porque encima hervía el agua. Me aburría hacerme otro, entonces le tiraba un chorro de agua fría. Asqueroso. Tampoco comía demasiado. No cocinaba para los dos, menos lo iba a hacer para mi sola. Galletitas con queso crema vencido, si no pan con manteca. El único momento reconfortante que me permitía, era como lo habíamos hecho siempre, al atardecer nuestra copa de vino tinto. Terminaba de tomarla y lloraba un rato largo hasta que el cansancio me aflojaba las lágrimas y mi alma se acurrucaba en un rincón. A veces me quedaba dormida recordando tus ojos color caramelo, otras me quedaba con la mirada fija en la nada y otras corría a tu piano, lo acariciaba sin emitir sonido. Ahí estabas vos. Yo lo presentía.
No podía recomponerme. Me sentía perseguida. Parecía que la presencia de alguien me hostigaba. Debería de ser tu añoranza que quería sentirla a toda costa. Pasaban los días sin estridencias. Decían que estaba más delgada y demacrada, no me hacía mucho problema. ¿Cómo no iba a estar flaca, si apenas comía? ¿Cómo no iba a estar demacrada si no dormía?
Y yo sabía. No me ibas a fallar. Existía el cierre a esta historia. Lo sospechaba y vos me lo hacías presagiar. No tuve que buscarlo mucho tiempo más, vino solo. Tocó el timbre, se plantó frente a mí en el pallier y me lo dijo sin preámbulo, sin sentimientos y sin el más mínimo respeto. "Soy Ariel, el hijo de Juan". Le calculé trece años por la pelusa del bigote. Morochón, alto y desgarbado, como vos. "Mi mamá falleció, me quedé solo. Papá me dijo, si alguna vez necesitás algo, vení a buscarme. Acá estoy. ¿Él está? Usted debe ser 'la Carmen', ¿no? El siempre me habló de usted. ¿Él le habló de mí?"
¿Y que le iba a decir que no? Que me ocultaste tu amorío y tu hijo. Que yo no tenía ni la más mínima idea. Y lo peor de todo: jamás lo sospeché. De ninguna manera. Confié ciegamente en tu amor incondicional y en tu genialidad para la música. La heredó, va a ser un gran compositor. Me llena las mañanas de acordes y de pis en la tabla del inodoro. Me llena las noches de zapping y fútbol. Me llena los atardeceres de tinto y música. Igual que vos.
Tendría que tenerte bronca pero, la verdad, como siempre, fuiste impredecible. Hasta después de tu muerte me mandaste una sorpresa. ¿Y sabes que es lo peor? Te estoy agradecida. Ariel acumula energía en mi cuerpo apagado. Hasta consiguió que mis labios volvieran a emitir sonrisas. Aunque te parezca muy loco, me hace bien. Otra vez, estoy viva. Me gustaría hacerte una pregunta: ¿Es verdad lo que siento, estás acá, al lado mío?
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