VINICIUS, FUMA UN PURO DISTRAÍDO...
(Narrativa Breve)
Por: DANIEL JOBBEL.
Río de Janeiro, aquellos días.
Los ojos se posan en los árboles, en los pájaros, las piedras; el horizonte recorta la silueta de la ciudad. Agudizo la mirada para distinguir bien lo que siento, la ciudad me atrae. Miro la plaza otra vez, la luz había mudado, la fachada del Cristo con sus dos brazos abiertos parecía sostener la aureola de un aguacero gris en el cielo, pero de un gris todavía luminoso que parecía vibrar, estremecer, y entonces fue cuando, al mismo tiempo que el colectivo arrancaba, finalmente, desviándose despacio hacia el carril de circulación por la avenida, un hombre alto, con su sombrero gris, corpulento, estaba parado en la vereda.
Otro hombre lo miró impiadoso. Clavó su mirar en esa corteza curvada que ha amenazado la cirrosis y el colesterol. Impedido por un súbito e inexplicable pánico, se levantó bruscamente del asiento, provocando gestos de sorpresa e irritación en el pasaje. Un pasajero a su lado, desconcertado cedió paso. Ese hombre al ver a ese corpulento parado ahí, se preguntó si no sería él. ¿Vinicius? Lo llamó. No obtuvo respuesta. Solo su sombra se dió vuelta. Lo persiguió por la acera al tirarse del colectivo. Es imposible convencer a ese hombre, por las buenas o por las malas, de su duda. Ese enorme póster en esa pared que sostiene la memoria, de aquel reloj detenido en el tiempo, su arena va cayendo como si fueran imágenes una tras otra. Su rostro, su andar, su porte fue pura imaginación: Habría jurado que era él. Y créame yo hubiese bebido el mismo sueño.
El tipo corpulento camina pesado hacia el bar. Fue a principios de los años 60 cuando observó una mujer joven con su pareo colorido. Son de los que se contentan con apariencias, cosa que le contó su viejo amigo Tom, vaya a saber qué verano. Después de fichar la languidez de la mujer de la playa, aquel hombre, tal vez ese Vinicius, entreabrió la puerta con cuidado y estuvo al acecho de la mujer blanca con su prosa urbana. Como previera, los empleados del bar ya no estaban, o estaban en sus quehaceres. Sostuvo el dialogo con un piropo, fue rápidamente al anotador y estableció los parámetros de la nueva prosa, “aquí está”, le dijo a Tom, y respiró aliviado. Al otro día la musa se hizo canción en la hermosa Ipanema.
Esa menina, pasaba cada día junto al bar “Veloso”. Cada vez que Heló (como le dicen sus amigos) transitaba por la acera, ellos se asomaban a la puerta para verla mover las caderas y alejarse, dicen que hacia Ipanema. Dicen que uno le pidió casamiento, o los dos. Dicen que la amaron en silencio. Dicen que, al enterarse, un novio alunado a quién lo veo mirar como inmóvil, en pose, con los puños en guardia y apretados, pero claro, la cosa no se arregla con miradas, ojeadas o vistazos, qué tal si nos arremangamos. Todo un fiasco.
Sin embargo, Heló rara vez se dirigía a la famosa playa de Río. Le compraba cigarrillos a su padre y otras diligencias. Iba en short cortitos, ajustado, bronceada y su contorneo entusiasmaba al dúo, el músico y el poeta, que se ponían morados luego de varios whiskies en las rocas o las edulcoradas caipiriñas. (Se dice que el "borracho" es un ser que posee una visión parecida a la de una mosca, pudiendo observar el mismo objeto desde varios ángulos. Claramente, se puede adelantar que no maneja muy bien el sistema de visión). Quizás coartada de poeta. La bella Heló, ni enterada siguió la rutina de sus días. Pasaron cincuenta años de aquella escena que Heloísa Eneida Menezes Paes Pinto, Heló, recuerda con saudades. Y que ella fuese la elegida.
Cuando el poeta y su amigo Tom el músico dedicaban horas al alcohol refugiados en el Veloso, de la antigua calle Montenegro, en el barrio carioca de Ipanema, hacían enorme la noche con sus anécdotas y su prosa. Siempre que miro hacia arriba, las estrellas escriben. Allí esta él. La musa se engalana. No contar consigo es imposible. La poesía es el deseo de las palabras, el latifundio del espíritu, el llamado de lo imposible. En ese imposible que llama se abre la posibilidad que responde. Aquel tipo, simplote, grueso y corvo era un hombre que inquietaba a los conservadores por su osadía, a los moderados por su valentía y a los progresistas por su apego a la verdad por encima de los dogmas.
Después de muerto quizás no tenga gracia. ¿Cómo cuestionarlo? Quizás él lo supo, pero necesito contárselo. Contarlo a mi manera. Quizás tenga un significado. Disfrutaba de esa terrible lucidez cuando decía que nadie nos necesita, que basta con alguien como nosotros. Eso traduce una empatía: no es necesario que sea puro, ni que sea totalmente impuro, pero no debe ser vulgar, y eso no es ser egoísta. Era y es el placer de compartir.
El aliento nocturno es su sábana, la tiniebla se acuesta a su lado. Los tobillos le rozan, las sienes le despiertan a la vida y al sueño, le rastrea en el verbo, en el deseo, en la capoeira ociosa de algún carioca, picaba él mismo su tabaco, limpiaba su alma con versos y prosas, cosía sus propias prendas, leía libros de filosofía; enloquecido por objetos suntuosos, era capaz de empeñarse para darse el gusto.
Sostenía aquellos ideales, porque él, ese hombre, duerme con cada una de ellas y te atrae con los halagos. Le peina la sal de las pestañas, te la sirve a la mesa, les escucha a tus horas, fuma algún puro distraído hacia la arena blanca de Ipanema y la pone a tu alcance. Porque la saudade es un proceso, el proceso de amar la tristeza. Y la tristeza tiene fin. En ese proceso, en ese amor, como en todo amor, se hace felicidad. Murió en 1980 ese hombre, pero no el poeta...
Pero no sabemos lo que hacen los muertos. Que imaginan. El espíritu baja y desata las lenguas, pero no habla palabras. El lenguaje, por el dios encendido, es una profecía de llamas, una torre de humo y un desplome de sílabas quemadas, ceniza sin sentido, decía ese simplote poeta. Y a ese equilibrio que me da el amor como única herencia de mis días sea el preludio de una canción. Tal vez en ese otro mundo ese hombre tenga más tiempo para componer. O tal vez esté mirando este mundo y se dedique a observar las piernas de las mujeres, o ese hueco que se forma entre sus pechos, cintura atada al paisaje, esos paisajes que alimentan la vida naciente que tal vez un muerto añore.
Cabe la posibilidad de que busque música, una bossa sensual y entre en los cafés, como este, en los que hay cuatro músicos, cuatro instrumentos, y una lista de canciones. Quién sabe si ahora mismo no está en un local como este, escuchando la música acodado fantasmalmente en la barra y mirando de reojo, de vez en cuando, hacia las botellas de whisky que reposan en las estanterías.
Hoy dialogo con mi silencio, saboreando la simpleza de la vida. Pero yo se Vinicius, que ese hombre, "a pura conciencia", a veces preferiría la ilusión. Aunque necesite de nosotros, sólo a alguien como nosotros no les necesitemos a ustedes, prefiero pensar que ustedes, vos Vinicius y nosotros vamos a disfrutar de esta canción como si no hubiera otros.-
(*) A Vinicius De Moraes poeta, compositor de Garota de Ipanema.
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