Siempre sentí un amor especial por mi abuela Rita, bellísima, flaca, de mediana estatura, cabello marrón –después de muchos años entendí que usaba tintura- , ojos celestes pastel, únicos, siempre sonriente, no conocí a nadie mas alegre y ocurrente que mi abuela Rita. Acostumbraba barrer la vereda temprano, no más de las seis de la mañana, le costaba dormir, era ella quien despertaba a los gallos. Rebosante de vida sus días transcurrían en su vieja casa de la calle 66 entre 2 y 3 de la ciudad de La Plata donde yo vivía de diciembre a marzo mis esperadas vacaciones. La entrada, una puerta doble de chapa abría paso a una larga galería con piso de baldosas que formaban hermosas guardas, escoltadas por grandes macetas. Por esta galería se tenía acceso a los dos dormitorios y al comedor. Mas al fondo la cocina, grande, la radio capilla que ocupaba el mismo lugar jerárquico que hoy tiene para nuestra generación el televisor, la mesa de fórmica color verde agua y patas de madera estilo americano con su cajón donde descansaban el mantel y los cubiertos, las seis sillas de rigor, y una pequeña ventanilla con vista a la soga para colgar la ropa al sol, mas al fondo la quinta de verduras y el gallinero. Entre el comedor y la cocina había una suerte de “estar” techado con chapas , paredes construidas con maderitas entrecruzadas de color verde musgo y una cortina de tiritas plásticas que hacía las veces de puerta con la galería, lo que le daba un aire de patio pretensioso. No dejaba de ser un living a mitad de camino, pero para mi era un palacio, allí transcurrió gran parte de mi infancia, jugaba con mi hermano Carlos interminables partidos de figuritas, a las bolitas, a la payana con las piedras que robábamos de las macetas, allí repasaba mis partituras de guitarra y me preparaba para los exámenes de marzo bajo la atenta mirada de mi abuela , leía las fascinantes historias de Julio Verne, pero mas fascinante era escuchar las anécdotas del viaje en barco que Rita nos contaba de cuando vinieron de la vieja Europa a la Argentina escapando como polizontes de la guerra del 14 cuando el enemigo invadió Esmirna, una isla de Grecia en donde ella había nacido y vivido feliz junto a los suyos. Con ella vinieron sus hermanas, mis queridas tías abuelas, solo recuerdo a mi dulce y adorable tía Sara y a mi alegre tía Donna, se que eran mas pero ya no lo recuerdo, sus padres quedaron allá.
Pasaron algunos años y un día mi abuelo León murió, se devolvió la casa, era alquilada, me enteré de esto con los años, Rita se mudó a un departamento en el centro hasta que el Alzheimer le impidió vivir sola, pasó un tiempo en casa junto a mi madre y los últimos años en lo de la tía Chela. Un día se fue y yo dejé que una parte de mi se fuera con ella, no quise dejarla sola, Pero mi abuela, mi abuela Rita de alguna manera se las arregla para visitarme de vez en cuando, la siento cerca, siento su perfume único, veo sus ojos cuando el cielo está limpio, siento su apoyo cuando las cosas no salen bien, me contagia sus ganas de vivir, sus recuerdos acuden a mi memoria y esa parte infantil que aún conservo toma ímpetu y como un niño vuelvo a creer en la vida. Te amo Rita, te amo abuela, donde quiera que estés… ahí estaré.
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