Pienso yo...

No existe nieve, hielo, o polo ártico que sea más frio que aquel frío que proviene desde el fondo del corazón.

Ese frio que nos congela desde el interior cuando la tristeza se hace parte de nuestro día, una tristeza profunda y fuertemente enraizada y que no se quiere soltar... ese frío que nos cala hasta los huesos, y aún estando dentro de un baño termal, es más poderoso que el sol y las termas juntas.

Es ese frío que corre por nuestro espinazo, ese frío que eriza nuestro vello corporal, y que se enrosca en nuestras extremidades con su gélido caminar y pasar. Ese frío que no existe fogata o estufa en el mundo capaz de apagarlo, ni prenda térmica de vestir que logre aminorarlo, pues no es un frío de temperatura o un frío perceptual, sino un frío emocional de un vacío, una debilidad, una profunda tristeza o melancolía, o un gélido y punzante sentimiento negativamente etiquetado que toma posesión por un instante raudo (o muy prolongado) y que congela incluso hasta las lágrimas que podrían aliviarlo. Un frío tal y peor que el del propio nitrógeno líquido, un frío que solo puede aminorar una solución, u otro corazón lo suficientemente cálido como para acompañarlo y calentarle con su abrazo, preocupación y sinceridad. Un frío que nos lleva de rodillas hasta el suelo, o a recostarnos en nuestra cama, o a perdernos en los rincones de un sillón o una también fría silla que nos acompañe en nuestro pesar.

Un frío tan poderoso, que el Fuego le respeta y no intenta enfrentarle, pues es una batalla perdida. Un frío tan helado, que la propia nieve tiembla en escalofríos al sentirle pasar.

Un frío inapagable por lo material, pues es un frío que proviene de lo espiritual.