Pensé durante días la mujer que quería grabar en letras. La diseñé, casi perfectamente, bajo un prototipo de misterio, sensualidad, valentía, fortaleza, belleza y humildad. Me dediqué fervientemente a diferenciarla, de entre todas, como la más valiosa. Y no me di cuenta por un momento, que no necesitaba encontrar una mujer, porque la vida no nos creó para separarnos en grupos por número de cédula, nombre o cualidad preferida. Fuimos ideadas cada una como parte de una hermosa obra de arte, aún inconclusa y a veces desgastada por los años.
Nosotras las mujeres somos estrellas, y no de esas del cine, tampoco aquellas del cielo. Solo estrellas. Destinadas, a pesar de su lejanía, tamaño y función, a simplemente brillar desde el momento en que nacemos. No me percaté de eso, y en mi absurda búsqueda dejé detrás a esas anónimas, a aquellas mujeres que no conozco. Madres, hijas, hermanas, profesoras, mujeres de todos los olores y colores. Ninguna queda fuera de lo que estoy apunto de explicar.
Se dice que nacimos de la costilla de un hombre, del barro y de la mano creadora. Se desconoce (y esto solo yo lo sé) que las mujeres no nacemos de esto. Nacemos del trabajo, de la poesía hecha vida, de la bondad. Nosotras marcamos el rumbo de la humanidad, con nuestras entrañas tallamos seres vivos, es nuestro el deber de esculpir sabiamente la semilla, futuro de esta creación. Dentro de nosotras existe tal luz, que muchas veces se esconde, tímida, por miedo a ser herida u opacada. Con corazón de poeta, manos de hormiga obrera, ojos esfera y vientre-planeta, venimos a este mundo a crear, criar y cuidar nuestro divino legado infinito.
Desnudas, mostrando nuestras colinas y caminos curveados, somos felices. Somos seres sencillos, nuestros pasos son melodías y silencios dentro de la partitura de Dios.
Como criaturas fantásticas, nos salen alas tornasoles de mariposa cuando queremos volar. Nuestras manos son olas de viento y fuego que nadan entre las ideas, y vuelven arte lo que tocan. Somos musas naturales, operadas o arrugadas por el tiempo. Nos mantenemos en una condición humana y sutil de belleza, y, a veces con miedo, nos entregamos al amor y a los sentidos.
No sentimos miedo de defender a nuestros hijos cuando algo los hiere. No nos tiembla la mano al reprenderlos cuando algo está mal. Sin embargo, sentimos terror de defendernos a nosotras mismas. Como parte de nuestra educación creemos que no somos suficientes, nos buscamos errores unas a otras, y olvidamos nuestra divinidad.
Nos golpeamos una y otra vez contra las mismas piedras para hacernos más fuertes. No nos damos cuenta, en nuestra ingenuidad, de quien quiere cortarnos las alas, y de vez en cuando, y conociendo algunos casos por mi misma, nos autodestruimos. Con el tiempo a muchas de nosotras se nos recortan las alas, como producto de una inseguridad que está cercana de representarnos hoy en día. ¿Por qué somos, como dijo una vez un sabio, esclavas de la humanidad, si de nosotras depende la existencia de la misma? Y es que nos hemos descuidado tanto con el tiempo…
Somos flores, estrellas y asteroides. Somos planetas, constelaciones y televisores. Lo somos todo, y para todo somos. Es nuestro el poder que hace girar al mundo, nos pertenece el delicado secreto, oculto con tanto recelo, de la vida. Por eso, esta vez, no quiero hablar de una mujer. No sería suficiente descubrir, de entre todas, a solo una. Somos todas merecedoras de ser inspiración, y a través de mis letras, brindo honores a cada una de las que, sin importar su dedicación, su edad o su orientación sexual, son flores, estrellas, vientres-planetas y corazones poetas.
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