El confort no reconforta
El cuchillo por el euro pasa cuentas
(…)
tantos siglos tropezando
siempre con la misma piedra
El confort no reconforta –Ojos de Brujo
Era lunes, y como todos los putos lunes el mundo me pesaba justo ahí, en el saquito de las pelotas. Una vez pensé que el alma era justo eso, un tercer huevo que llevaba colgando y que me servía tan poco como los otros dos. Desde entonces, cuándo es lunes y el alma me pesa, cuándo es otro día y el alma me sigue pesando, o cuándo ni siquiera sé que día es, siento ese bulto ahí, peleando contra el elástico del slip. Más me valdría que fuera un tumor y listo, a otra cosa mariposa.
Yo no fui siempre así, uno no nace siendo un tipo con el alma en las pelotas, es la puta vida la que te va empujando. En algún momento conocí otras cosas, estudié arte en la universidad, creí en cosas como el amor, la política, la literatura, conocí el mundo. Olí otras vidas que huelen mucho que mi vida. Mi vida huele a baño, a desodorante “caricia de primavera” que no tapa del todo el olor a mierda. A veces me pregunto que hubiera pasado si nunca hubiera pasado de esto, quizás sería feliz si me hubiera conformado con ser un pelotudo como ellos, -los tres subnormales corbateados de la oficina con los convivo ocho largas horas al día- quizás estaría contento, comiendo cereales con mermelada ligth, y no sintiéndome con el alma colgando del forro de las pelotas mientras meto una moneda en la maquina de café
Pongo la radio y un imbécil dice las noticias mezcladas con una música pop muy tonta. El dial esta elegido por uno de los zombis pero no me interesa cambiarlo, la pongo de fondo por que no me gusta estar en silencio. Casi todo lo que dicen son boludeces para gente retardada, así de paso consiguen que la gente que no recibe otra educación -o sea, la mayoría de la gente- sea un poco más retardada. Mi resistencia a la mierda ha ido en disminución con los años, a la puta música de mierda, a la mierda de café con leche de máquina, subte de mierda, puta mierda recagada de ocho horas de lunes, luego de otro puto fin de semana de remierda.
Antes yo no puteaba, escribía, era periodista, tenía un lenguaje refinado de varios miles de palabras. Ahora pienso que el mundo cabe en quinientas palabras, de las cuáles, la mayoría son puteadas. No es que nunca haya pasado de esto, he caído a esto. Yo tuve una vida, hay muchas fotos que lo atestiguan: fotos de la adolescencia, de la infancia, a veces parece increíble saber que alguna vez fui ese flequilludo que sonríe en la playa junto a mi vieja. O ese adolescente que me mira desde una montaña rodeado de un montón de desconocidos que alguna vez recibieron el título de amigos. Después la vida te empuja. ¿Uno pone fotos en la oficina para recordar a los otros o para recordarse a sí mismo?
Ese lunes era el cumpleaños del jefe. Un nene yuppie que venía de vez en cuándo a la oficina a culparnos a nosotros de todas las estupideces que el hacía mal. Como buen chupamedias tuve que ir después del trabajo a tomar una cerveza con ellos. El tipo tiene un par de años menos que yo y es un perfecto idiota. Un nene bien, que solo habla de rugby, sky en Chapelco y de guita. Opciones, bonos, inmuebles, créditos, letras, petróleo, soja, euros. Presume que no se le escapa una, no hay nada que me rompa más los huevos que la autosatisfacción ajena. Sin embargo tengo que escucharlo fingiendo interés, mientras me habla de su vida premium. Cuenta que discutió con su esposa, tienen un pendejo y ella quiere tener otro, el prefiere esperar hasta terminar de cursar un master en alguna universidad del exterior. Veo que para muchos de mis colegas resulta difícil diferenciar entre la carrera y los otros aspectos de su vida. Ellos intercambiaron los términos, el medio, por arte de la despiadada competencia se convirtió en el fin. Es obvio que a veces, uno debe dejar que ciertas cosas de su vida se vean afectadas por lo laboral. Hay que cumplirles a los hinchabolas de los jefes, es el precio que tenemos que pagar para poder pagar las cuentas. Pero de ahí a tragarse todo el anzuelo hay diferencias. ¿O no? ¿Hay que oponerse al desenlace de terminar reducido a la profesión que uno eligió para enterrar su inteligencia?
Luego el tema varió al tema favorito de estos hijos del occidente feliz: los autos. La vida del hombre moderno depende de las máquinas, pcs, celulares, televisores, dvds, microondas, heladeras, etc, pero de todas ellas, la que más pelotudo lo pone es el auto de mierda. La mayoría de los tipos se empeña el alma en comprarlo y se gastan más en la cuota, la patente, el seguro y el estacionamiento, que en el colegio y la obra social de sus hijos. Una de las pocas cosas que haría que uno de estos tipos – amantes de la diosa productividad, a los que les parece deseable y hasta justo, que una fábrica cierre dejando a cincuenta “improductivos” padres de familia en la calle- no pueda conciliar el sueño, no es una guerra, ni una quiebra, ni una enfermedad de un pariente, es un ruidito en los amortiguadores. Son todos lo pacíficos e inofensivos que parece cualquier otro habitante del mundo globalizado, pero serian capaces de matar a alguien que les rayé el auto. Causa gracia ver lo malos que se ponen con los chicos que les intenta limpiarles el parabrisas en un semáforo. Mi auto tiene más de 10 años, no tiene ABS, ni compact disc, ni llantas de aleación, ni butacas de cuero y tiene unos cuantos abollones. Se que ellos opinan que soy un pobre tipo. El asco es mutuo, y ellos también se esfuerzan en disimularlo. Bendita hipocresía. ¿Quién podría trabajar si no existiera la hipocresía?
Después de la segunda cerveza al jefe le entraron ganas de ir a cenar y después a un bar de strippers. Hace por lo menos dos años que no tengo sexo, pero no quería ir de putas con estos gateros profesionales. No por que tenga remilgos morales al respecto, primero no soporto a estos tipos, segundo no me da el presupuesto, y tercero y principal tengo dos gramos de una merca riquísima en casa. Dos años no es tanto tiempo, pasan rápido si estas trabajando, divorciado y con un hijo y no te falta la pala. Internet tiene toneladas de fotos y videos para hacerte unas reglamentarias pajas. Lo peor del sexo es saber que al final del camino siempre lo hiciste con vos mismo, en lugar de tus manos, usaste sus vaginas o sus bocas. Siempre estuviste solo. ¿Ir a un puticlub no es más de lo mismo?
Me despedí educadamente de los que seguían y me deshice, con mentiras y excusas, de otro que iba para mi barrio. Todavía estaba a tiempo de meterme un par de rayas en casa y salir a tomarme un whiskicito en algún bar de Pedro Goyena.
Caminaba pensando en lo de siempre, lo poco que me gusta este mundo, lo incomodo que me siento en la sociedad, en lo asquerosa que me parece esta ciudad de mierda, llenas de carteles de puta publicidad, cuando ella apareció en la estación 9 de Julio. Aún hoy, desconfío de mi capacidad para explicarme la fascinación que aquella chica ejerció sobre mí. En primer lugar, no ostentaba la atlética delgadez que en este piadoso tiempo parece requisito indispensable para que una mujer pueda lucir ropas ajustadas sin presentar un espectáculo lamentable. El rubio de su cabello se lo debía a la tintura y no hacía falta ser Roberto Giordano para darse cuenta que necesitaba retocar las raíces. Tenía muy buenas piernas, dos bronceadas columnas de piel suave que bamboleaban sin pudor un armonioso culo corazón como capitel. La seguí por los pasillos del subte deseando que doblara en mi misma combinación. En el andén de la línea A, a Primera Junta, le pude ver la cara. En ese momento todo sucedió.
Ella estaba de espaldas, apoyada contra una columna mirando hacia la oscuridad del túnel. Yo me acercaba caminando por detrás cuando ella giro la cabeza y me miró con sus ojos grises, casi plateados. Un destello de luz se reflejó en ellos e iluminó todo con una luz diferente. Por el instante que dura un parpadeo, brilló etérea y bella como una reina de la primavera de Boticcelli. Un ángel rubio que me sonrió con un gesto beatífico y voluptuoso, mientras sus ojos me hacían caer hacia el infinito.
Hasta que el ruido del tren entrando en la estación me despertó, creo que ni siquiera respiré Al detenerse el vagón subimos por la misma puerta y al pasar cerca suyo su perfume me acarició con una ternura inesperada La miré y me miró, pero no me sostuvo la mirada. Aturdido, tarde unos segundos fatales en reaccionar. Una vieja maldita y un pendejo pajero se sentaron a sus lados en el subte. Yo me tuve que conformar con seguir hundiéndome en el lago plateado de sus ojos grises desde la fila de enfrente.
Cuándo el subte se puso en marcha, abrió un libro: “Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus”, por el título, un libro de autoayuda. Sino hubiera sido ella me habría burlado, tengo el prejuicio de considerar un retardado a todo aquel que lee libros de autoayuda, y me siento orgulloso de ese prejuicio. Pero mi mente ya no obedecía, estaba rendido, sabia que pensara lo que pensara, no tenía otro opción que seguir a esa rubia adonde fuera que ella fuera. Así de simple, así de inexplicable.
El libro, bien pensado era una buena noticia. Estaba sola. Quizás tuviera -o tenga todavía- algún novio, o pareja, quizás hasta marido e hijos, pero se siente sola. Una mina felizmente garchada no lee esas cosas. Una más en este valle de lágrimas, buscando en un libro la salida al viejo enigma: ¿El sexo disfrazado de amor o el amor disfrazado de sexo? Me la imaginaba soñando en encontrar el “amor de su vida”, yo no pretendía tanto, con una noche y un nextweek quince días después me conformaba. Firmar el empate siempre fue mi especialidad.
El pendejo de al lado le miraba las tetas sin ningún disimulo. Ella iba vestida con un uniforme de oficina, una camisa blanca -en donde se le transparentaban los breteles de un corpiño color uva- y una mini oscura. No pude reconocer el maldito logo azul que se curvaba deliciosamente en su teta izquierda, de haberlo reconocido hoy sabría que trabaja en tal banco, o en aquel hotel, quizás sería más fácil volver a encontrarla. Quizás podría volver a dormir sin pastillas si me animara a mirarla, una vez más a la cara.
Lo que me produjo su belleza no fue una simple atracción, de simples atracciones están llenos los basureros del espíritu. Una simple atracción jamás me hubiera hecho bajar en Primera Junta, cuatro estaciones después de la mía. Una simple atracción jamás me hubiera echo seguirla sin tomarme un poco de la bochita deliciosa que me esperaba en mi departamento.
Al detenerse el tren bajé tras ella, mientras intentaba pensar en que iba a decirle. Invitarla a tomar un café, sonaba medio cursi, a novela de la tarde, a encare pedorro, pero otra cosa no se me ocurría. Encontrar las palabras exactas para acercarme a ella, -esa llave mágica que me diferencie de los miles de tipos que se la deben intentar garchar a diario- me hizo vacilar unos segundos. Ella cruzó Rivadavia justo antes de cambiar el semáforo. Yo di dos pasos pero un tachero cornudo me hizo recular a los bocinazos.
Se detuvo en la esquina de avenida Rosario, esperando a que el semáforo le diera el verde. La idea de que se me escapara sin que siquiera pudiera volver a verla me desarmaba como ya no recordaba que algo pudiera hacerlo. Lo bueno de ser un pobre diablo, es que en poco tiempo uno se acostumbra y todo le importa tres pelotas. Un pobre diablo como yo puede sobrevivir mucho tiempo haciéndose el cínico; todo es una mierda o va a camino a serlo en breve lapso. Se puede vivir en ese refugio, hasta que algo así te sucede. Tarde o temprano ves algo o alguien que evidentemente no es una mierda y que no lo podes tener. Ahí la conchuda de la vida te desnuda en la cara tu poquedad y te sodomiza metiéndote el orgullo en el mismísimo orto. Y el orgullo duele, sino pregúntale a tu proctólogo.
Un segundo antés de que el semáforo se pusiera en rojo, crucé caminando lo más rápido que pude. Me llevaba casi una cuadra de distancia, ella iba cruzando Centenera, taconeando rápido con sus sandalias negras. No quería correr, si se daba vuelta y me veía corriendo hacia ella se iba a asustar. Rogaba para que no entrara en ningún edificio, aunque ya me había prometido que si ella entraba en alguno iba a hacer guardia el próximo fin de semana hasta que la viera.
La seguí dos cuadras descontando metro a metro la distancia que nos separaba. La calle estaba iluminada, pero las ramas frondosas de algunos árboles creaban manchones de oscuridad. Ellos dos estaban en la vereda de enfrente, uno de ellos tenía una navaja. Ella gritó e intentó correr, pero el que no tenía la navaja le tironeó la cartera y el otro le cortó el paso. Yo estaba a cuarenta metros, podría haber intervenido, aunque sea gritado, pero me escondí detrás de un árbol. Por suerte solo querían la cartera, no la hirieron ni le pegaron, la resistencia de ella duro apenas unos tirones inútiles.
Pasaron corriendo al lado de mi árbol. A una distancia de menos de medio metro, no me hubiera costado nada sorprenderlos. El que llevaba la cartera era más alto que yo, el otro, el de la navaja, era flaco y no debía tener más de quince años. Doblaron en la esquina, corriendo, sin darse vuelta en silencio. Yo esperé que ella se levantara del piso, lloraba y los insultaba con impotencia, dí media vuelta y caminé hacia la esquina por la que ellos habían desaparecido. Creo que no me vio. Caminé una cuadra y media hasta que pasó un taxi. Al pasar por la esquina miré a ver si la veía, no estaba. En ese momento, me sucedió algo tan inusual, que no puedo negarme a reconocer: mis ojos se empaparon de lágrimas y tuve un estremecimiento. Lloré, como hacía muchos años que no lloraba. Lloré tanto y tan patéticamente que hasta el taxista se conmovió y me ofreció ayuda.
Ninguno de los diarios del martes decía nada del asalto, un robo de una cartera, sin heridos, sin violación, ni detenidos no es noticia nada más que para el que lo sufrió. Así están las cosas en este mundo, probablemente ni siquiera le hayan tomado la denuncia en la comisaría. Volví a tomarme el subte, a la misma hora en 9 de Julio algunas veces. Las semanas siguientes llegue incluso a pasarme varias horas en la esquina de Rivadavia y Centenera con la esperanza de volver a verla. Nunca más la volví a ver.
Meses después, otro lunes en el que me sentía particularmente angustiado, les conté a los zombis de la oficina esta historia. Alteré levemente los tiempos y las circunstancias de manera de salir lo más airoso posible. Mi historia generó un pequeño rosario de relatos similares, en donde todos contaron sus experiencias con robos a ellos mismos, o a sus familiares. Me sorprendió un poco escuchar sus comentarios indulgentes hacía mi actitud, del tipo: “¿Qué ibas a hacer?... ¿Ligarte un cuchillazo por un celular, una billetera y un paquete de tampones?.”Sí te metías ibas a terminar con quilombos en la comisaría vos, y los pendejos sueltos al día siguiente”.
Por suerte la conversación derivó hacia un montón de frases hechas, del tipo ideología “mano dura” –de esas a la que los burgueses argentinos son tan afectos a la hora de sentir amenazados sus privilegios de clase-. Esas diatribas, medio racistas y fachas, me permitieron seguir sintiéndome distinto a ellos, aunque cada día se me haga más difícil precisar la naturaleza de esa diferencia.
Es innegable que compartimos un mismo sistema ético, basado en la vanidad, el egoísmo, una total incapacidad de amar al otro, y un materialismo militante. Seres cien por ciento amorales y orgullosos de serlo.
Los deje con su charla a medias y me encerré a llorar en el baño. Sé que no lloro por ella, ni por mí por mi poco censurada cobardía, ni siquiera por que jamás voy a volver a verla. Lloro como los bebes cuándo nacen, lloro por que me siento vivo.
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