Johnny tortura era un empresario del dolor.
Vivía de alquiler en un pequeño ático. Tan sólo dos habitaciones.
Está de más decir que disfrutaba con los retos de sus clientes, que con cada sesión se volvían más exigentes.
“Un infierno irresistible”, se anunciaba para los masoquistas. Dos horas de servicio aseguraban una exquisita tortura, garantizando no dejar marcas. La mayoría de sus clientes eran hombres maduros, padres de familia y algún anciano, que era tan inmune a las cosquillas de los nietos como a la corriente aplicada.
Los ojos de sus “ratones” mostraban dolor pero sus leves sonrisas delataban placer.
El señor X, para salvaguardar su identidad, era un habitual de dos veces por semana, casado y con tres hijos había adquirido el vicio del sufrimiento físico mucho antes de empezar a pagar por él.
La madre de éste señor X, esquizofrénica, paranoica y demente, aplicaba raciones diarias de azotes a su hijo desde la infancia hasta pasada la adolescencia. Todo esto marcó su vida.
Hoy, por trauma o nostalgia, después de fallecida su madre, revive el placer de haber dejado atrás una infancia dura, por medio del dolor. Era el mejor cliente de Johnny tortura y el que más exigía.
Johnny implacable, afrontaba el reto de cada visita, para superar el sufrimiento del anterior.
Johnny pensaba, “una tortura que no deje marcas, que no sea corriente, y que roce la agonía. La electricidad está muy vista”.
Decidió decantarse por el corsé torniquete, que oprimiría los pulmones sin fracturar ninguna costilla. Y de segundo plato, sin terminar de digerir el primero, acupuntura no tradicional, que consiste en localizar los nervios y puntos sensibles para luego saturarlos.
Miércoles, Siete de la tarde.
El cliente X, deposita setenta euros y se introduce en la habitación clandestina. Cuarenta minutos después, el apogeo es evidente. Sudor y lágrimas bebidas por una leve sonrisa.
El plan estaba marchando bien para ambos, el dominante estaba haciendo bien su trabajo, y el dominado, complacido.
A las ocho menos cuarto, ése mismo día, por supuesto, un apagón local desequilibró el guión…
El pánico se apodera del cliente X, que amarrado al potro se encuentra inmovilizado y desorientado, en una habitación en total oscuridad, sin ventanas e insonorizada.
El empresario del dolor, aprovechando el tirón se embolsaría treinta euros más por apagón voluntario.
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