Aquel elegante señor golpeaba suavemente con sus nudillos aquella puerta y aguardaba que esta se abriera para que un ¡Ohhhh! prolongado de su tía, lo recibiera y luego ambos se trenzaran en un abrazo en el que se saludaban en cuerpo y alma.
-¡El tío de dulce! ¡El tío de dulce!- exclamaba el chico y se abalanzaba también a los brazos de ese señor de aspecto severo, aunque en su pecho latía un corazón de mazapán. De los bolsillos de su impecable terno asomaban bastoncillos de caramelo y, al abrir sus brazos para atrapar a ese rapazuelo que acudía a él como lo hacen las abejitas ante el néctar de alguna flor, se desprendía un suave aroma a vainilla y chocolate.
El tío de dulce, en realidad era un prestigioso profesional que llevaba importantes causas sobre sus espaldas. Aún así, de cuando en cuando, llegaba a ese barrio humilde para visitar a sus parientes y de paso, para darse un atracón de dulces y mermeladas que compartía, sobretodo con el rapazuelo, sobrinito persistente en aquella casa que no era la suya, pero en la cual había fundado su reino.
Y mientras el tío paladeaba aquel pan de leche, aquellos caramelos y la empalagosa miel de palma, le consultaba al niño sobre sus cosas y el pequeño sentía su mirada miope detrás de esos cristales y se fascinaba cuando alguna de sus respuestas desnudaba la impecable hilera de dientes que brillaba dentro de la boca de ese tío, en una sonrisa que olía a menta fresca. Y vamos con otro trozo de torta y otra taza de chocolate, mientras los ojillos sonrientes del tío lo contemplaban detrás de los gruesos cristales de sus anteojos. Eran momentos de mucha magia, todo cambiaba de aspecto y hasta las descascaradas paredes del comedor, parecían participar de este agasajo edulcorado, tornándose relucientes, como si fuesen de marfil.
Y cuando el tío partía, no sin despedirse efusivamente de ese sobrinito que era el sempiterno representante del resto de niños de esa parentela, abuela y niño se quedaban inmóviles y con el corazón encogido por la pena, ante la partida de ese tío que era más bien un bello abejorro, una bocanada dulce de amor o simplemente, el más perfecto de todos los parientes, un ángel de terno y corbata que aparecía, lo endulzaba todo con su voz melosa y luego se anidaba en cada azucarero y en cada pote de mermelada.
Los años transcurrieron con su implacable afán, el niño creció y la abuela se mudó a otros barrios. Sólo espectros de recuerdos se escapaban por las rendijas de aquella casa, que, pese a los nuevos habitantes, se quedó muy solitaria entre sus cimientos. Lágrimas de adobe y rocío rodaban a menudo por sus paredes, a veces eran quejidos, disimulados entre los rechinos, por mucho que la repintaran, siempre aparecían hileras oscuras en cada uno de los muros, eran lágrimas de barro y nostalgia, esa casa nunca dejó de llorar por sus antiguos ocupantes.
También el tío se quedó sin ese paradero de hojaldre y miel, el niño se había transformado en hombre y, ahora, la vida le sabía un tanto amarga, la abuela había partido a una residencia más definitiva, allá arriba, entre las nubes, y desde allí cautelaba, con sus inmensos ojos azules, los inciertos pasos de su rapazuelo. La vida lo había sobrepasado todo y había barrido con todos los recuerdos. El tío debió concentrarse en esas importantes causas que atendía, aún con el sabor de la miel de palma en sus labios nostálgicos. Su corazón de mazapán corría el serio riesgo de descascarse.
Años después, la vida les concedió una nueva oportunidad. Tío y sobrino se encontraron frente a frente y los árboles, generosos, quisieron enmarcar aquel instante y arrojaron aromas a limón y fresa. Aquel tío llevaba un bastón, de simple madera, pero al sobrino se le antojó que era de aquellos de caramelo. Y cuando se abrazaron y besaron, como si el tiempo no hubiese transcurrido, el hombre fue el mismo rapazuelo de aquellos lejanos años, mientras, tras los gruesos cristales de los lentes de aquel tío, rodaron dulces lágrimas por el reencuentro. Se prometieron no volver a separarse y, desde entonces, luchan a cada instante, eludiendo los obstáculos que opone la existencia, para asistir a aquella cita de mieles y néctares encantados...
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