Siempre con el sol y el océano como testigos, había en la playa un niño que todos los días construía un castillo de arena.
Mientras más castillos hacía, más perfeccionaba su estilo. Al principio los hacía tan sencillos y pequeños que sólo él podía reconocerlos pero con el tiempo empezó a construirlos más grandes y fuertes; sus más recientes obras eran enormes construcciones que tenían patios, balcones, terrazas y grandes habitaciones decoradas con conchas de mar y hojas de palmera.
Mientras sus manos hacían los cimientos y los primeros muros, su mente ya estaba imaginando los decorados finales. Siempre le sorprendía la noche y nunca lograba terminar a tiempo, así que todas las tardes, se levantaba de la arena, inclinaba la cabeza de lado, entrecerraba los ojos para afinar la mirada y se alejaba de su castillo caminando hacía atrás. Al hacerlo, recreaba en su mente todos los detalles que le faltaban a su construcción y pensaba en la forma más práctica de realizarlos al día siguiente, era entonces cuando ocurría la desgracia. Todas las mañanas, al regresar a la playa para continuar su obra, se encontraba desilusionado con la misma historia; alguien en el transcurso de la noche se encargaba de transformar su castillo. Las columnas de arena ya no estaban dónde él las había dejado, los maravillosos patios circulares que con tanto esfuerzo y dedicación había construido, se convertían por la mañana en horribles cuadriláteros que no tenían el menor sentido de la estética y el buen gusto. Incluso, el anónimo enemigo, había tenido el descaro de reducir de tamaño toda la construcción.
Una tarde, mientras afinaba los detalles de una monumental estatua de arena que se situaba en uno de los patios exteriores de su más reciente castillo, se acercó hasta él un anciano de ojos expresivos que sin el más mínimo asomo de pena le preguntó:
—¿Qué haces?.
—Un palacio—contestó él,—un inmenso palacio. Mi palacio.
—Me gusta mucho. ¿Puedo ver cómo lo haces?—preguntó emocionado el anciano. Él se encogió de hombros, sonrió y mientras sus manos continuaban con la estatua, su mente imaginaba algunos detalles finales para la habitación principal de su palacio. Después de algunos minutos, estaba totalmente acostumbrado a la presencia de su nuevo amigo.
—Se hace tarde—comentó el viejo, mientras se acariciaba con la mano una larga barba blanca. —¿Te falta mucho?.
—Sí—contestó él preocupado. —Faltan los acabados del cuarto de juegos y estaba pensando en construir más columnas para el patio trasero, pero ya tengo que irme y no voy terminar.
—Mañana puedes hacerlo—replicó el anciano.
—Sí no cambiaran mis castillos durante la noche, mañana podría terminar—decía el niño mientras juntaba con las manos más arena para formar la base de una columna.
—¿Quien los cambia?, ¿quien querría cambiarlos?— se preguntaba el viejo en silencio.
—¿Me encantaría descubrir quien deforma mis castillos por las noches?—decía el niño entre dientes.
Al pequeño le brillaron los ojos y se le ocurrió una idea.
—¿Te gustaría ayudarme a atrapar a quien destruye mis castillos?— preguntó.
El anciano sonrió y sus ojos se volvieron aun más expresivos, se levantó de la arena y emocionado accedió.
Los dos amigos empezaron a elaborar un plan para atrapar al intruso; cuando llegará la noche, el niño se alejaría caminando hacia atrás, con la cabeza de lado y los ojos entrecerrados para afinar la mirada, el viejo se escondería detrás de una rocas cercanas y esperaría en silencio a que el enemigo apareciera para destruir el inmenso y lujoso palacio, el palacio de su amigo, y por la mañana se lo contaría todo a él.
Llegaron las seis, el pequeño se levantó y comenzó el plan.
Cuando se iba, dirigió la mirada al anciano y con la voz entrecortada le preguntó:
—Esta noche lo vamos a atrapar, ¿verdad?.
El viejo lo miro con sus ojos expresivos, le regaló una sonrisa y asintió con la cabeza.
Esa noche no pudo dormir; recordó todas las mañanas que llevaba desilusionándose al encontrar sus castillos transformados, imaginó que tendrían que ser muchos los intrusos, porque en realidad, no destruían sus castillos totalmente, sino que los alteraban en forma y tamaño. Conforme fue avanzando la noche decidió no pensar más en el intruso y prefirió repasar las formas que habían quedado pendientes en el palacio que había construido esa tarde.
—¡Más columnas!—se decía. —¡Necesito hacer más columnas!. También necesito hacerle otro piso completo a mi palacio y construir un establo más grande para los caballos.
Con estas imágenes frescas en la mente, se quedó dormido.
A la mañana siguiente, los latidos de su corazón lo despertaron; había llegado el momento de conocer la identidad de su enemigo. Seguramente su palacio ya había sido transformado, pero ahora, y gracias al anciano, sabría quien lo había hecho. Se vistió lo más rápido que pudo y salió a toda velocidad hacía la playa. Al llegar encontró, como todos los días, su obra totalmente alterada. La diferencia de esta mañana, era que el viejo, había estado vigilando toda la noche. Ahí estaba, sentado en la arena, inclinado hacía el frente y abrazándose las piernas contemplando el mar.
El niño se acercó cauteloso y el anciano lo sintió.
—¿Lo viste?— preguntó nervioso.
—Sí— contestó el viejo sin voltear a verlo.
—¿Viste como lo hizo?—volvió a preguntar el pequeño y sentía que el corazón se le salía por la garganta.
—No vi exactamente cómo lo hizo, pero ya sé quién es— aclaró el anciano.
El niño tragó saliva y sintió que las piernas se le doblaban.
—¿Dijo algo antes de empezar a destruirlos?— preguntó lleno de ansiedad.
El anciano volteó lentamente, lo miró directo a los ojos para decirle:
—Sí, si habló antes de empezar a cambiarlos, dijo: “Esta noche lo vamos a atrapar ¿verdad?” y después se alejó caminando hacía atrás, con la cabeza de lado y los ojos entrecerrados para afinar la mirada.
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