Voz mía:
Sé que ella fue experiencia y prueba, juicio divino, a tambor batiente, son y rumor de llama, contagio de pasión.
También sé que se fue, o mejor dicho, que te dejó y que, por fin o por desgracia, todo se acabó. Te hizo un Adán y una Eva.
Hete allí, desabrigada, pero aún existes…
Por ella fuiste fuerza libre, luego la fuiste comprimida, consecuentemente ella se fue y dejaste de ser bomba para ser estruendo, explosión. Eres potencia estallada, desde el combate de quién amas todavía. Se ha ido tu palabra, se ha ido la princesa.
Y ya eres su ángel afable a pesar de que la concibas como la indulgente madrugada tallada en mármol, como la escultura expuesta en el museo de los que abandonan sin más, de los que de pronto desaman. Y émulamente te miras al lado de una mole, de un monstruo que fue clamor de sueño, sueño de amor. Te respiras como vaho fétido de la florcita que te invadió de olores místicos, de la que te perfumo el corazón y te hizo vagido de un proyecto de vida que ha quedado sin formularse.
Pero insisto: No seas insípida barahúnda ni desazón. Al contrario o invertidamente del ahora, elévate, voz mía, por el titilo de su imagen que aún te puede acariciar. Navega por el misterio de su permanencia, aunque te halla provocado como caos.
Y no llores, aliento mío, porque es cuestión de tensar las cuerdas de la lira. Canta, gime y grita. Que tu estallido se mute en una melodía de amor, en un galope de pegaso blanco, en una imagen digna de belleza.
Tu terror es cruel; tu espanto, un nudo mélico, fascínate, crédulo.
Eres tan sólita, como el tolú de un sudor que aún embriaga. Hazte galopina de jardines inspirados, fastos puros, rubíes nacientes. Porque es gallardía su sombra; vestigio y beso encarnado; insondable apretón contra su abdomen donde anoche dormiste, donde mañana ya no despertarás.
Escucha: Su ausencia total sería el problema del problema del mal.
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