Levantó la mirada. La cara que tenía delante de ella era elegante, profunda y enigmática, al mismo tiempo que era bella y amenazante. Una mujer la observaba.
Varios días seguidos había permanecido viendo ese rostro como si se mirara a sí misma en el espejo, y no comprendía. Simplemente no comprendía. Y ese rostro, lo único que hacía era mirar. Observaba cada detalle del entorno y analizaba las situaciones y las oportunidades. Nunca hablaba, como si al dejar escapar algún sonido de su boca desatara todo un torbellino de ideas, pensamientos, expresiones… la más íntima parte de sí misma, lo que uno es en realidad, la esencia… como si dejara expuesta su mismísima alma.
Hasta que un día, el torbellino se desató.
-¿Qué piensas de tu situación? –dijo la mujer.
-¿Qué situación? –preguntó ella.
-Tu vida. 47 años, soltera, sin pretendiente ni hijos.
-No tiene nada de malo mi vida.
-No dije que lo tuviera.
-¿Insinúas que mi vida es patética?
-Yo no lo dije.
-¿Entonces quién lo dijo?
-Lo pensaste tú.
Minutos, segundos, horas, días; incluso semanas pasaron… y las conversaciones seguían. Durante cinco semanas la mujer le siguió preguntando “¿Qué piensas de tu situación?”, a lo que ella le contestaba o no, según su estado de ánimo.
-Yo solo quiero ayudarte –dijo la mujer.
-Yo nunca pedí tu ayuda.
-Sin embargo la necesitas.
-No la necesito. Mi vida es perfecta –decía ella con la voz temblorosa.
-Eso es lo que tú quieres creer.
-Es lo que creo.
-¿Estás segura?
-Eso creo.
-Crees pero no estás segura. Nunca lo estás.
-Crees que me conoces mucho.
-Te conozco más de lo que tú misma te conoces.
-Entonces no me conoces para nada.
-Eso dices tú.
Ella daba vueltas por la habitación pensando lo que ella le decía… cuando la escuchaba. Unos momentos cerraba los ojos con fuerza y deseaba con todo su ser que cuando los abriera ella y ano estuviera… pero cuando los abría, ella siempre estaba ahí, a la puerta de su casa, lista para su nueva sesión. Y por alguna extraña razón, ella siempre la dejaba pasar; ignorando el hecho de que la vigilaba y analizaba cada movimiento suyo, cada comida, cada suspiro. Ese perturbador hecho no tenía ninguna importancia cuando ella llegaba.
Era extrañamente hermoso observarla. Como se movía, como hablaba… su elocuencia y gracia. Si su voz irradiara la misma sensación que su imagen, dejaría a cualquiera a su merced. Pero su voz era mas como un rasguño en la pizarra que la gracia y elegancia de un gato montés. Por lo que llegaba a la desición de que en momentos, ni siquiera era interesante hacerle caso.
-No deberías de hacer eso –decía la mujer cuando ella hacía algo malo.
-No pasará nada.
-Si lo hará, y terminarás lamentándote.
“Terminarás lamentándote”. Así terminaban a menudo sus sesiones, y siempre fueron acertadas sus expresiones.
-Deja de venir a visitarme.
-Vengo contigo cuando lo necesites, me quieras o no aquí.
-Yo siempre vengo…
-Y nadie te escucha. No deberías de esforzarte.
-Tú nunca me prestas atención.
-¿Porqué debería?
-Porque me necesitas.
Siempre decía eso. Pero aunque sus sesiones siempre terminaran en peleas, al día siguiente siempre la recibía con una sonrisa de oreja a oreja, ya que solo con ella era realmente honesta.
Hasta que llegó el día de la última sesión.
-¿Qué piensas de tu situación? –comenzó la mujer como siempre.
-Estoy bien.
-Eso es lo que tú crees.
-Eso es lo que yo se.
-Yo lo se. Tú no.
-Yo sí lo se.
-No parece.
-Las cosas no son siempre como se ven.
-Muchas veces sí.
-¿Has escuchado acerca de los espejismos?
-¿Has escuchado acerca de la necedad?
-Yo no pienso como tú.
-Nosotras pensamos exactamente igual.
-Yo no lo creo.
-Yo lo se.
-Tú no sabes nada.
-¿Dudas de mí?
-Sí.
-No deberías.
-No tienes ni idea de lo que yo opino.
-Claro que sí.
-Tú no sabes para nada como pienso.
-Claro que sí. Después de todo, yo soy tú.
Y dicho esto, rompió el espejo de un golpe.