Entró a 3º B del polimodal con desgano, apoyó sobre el escritorio su desgastado maletín de cuero marrón. Sobre la solapa de su sacón negro se veían pequeños copos de caspa; los alumnos continuaban charlando como si no se percataran de su presencia. Según la planificación esa semana tenía que comenzar a hablar de “Nietzsche y el inmoralismo iconoclasta”.
En pequeños grupos los adolescentes conversaban de temas muy heterogéneos. Algunos departían sobre el campeonato argentino de fútbol, la regular campaña de Racing Club de Avellaneda, las malas compras de River Plate. Otros preferían intercambiar información sobre grupos ‘new metal’, y tomar partido por Linkin Park en contra de Limp Bizkit o ponderar a Marilyn Manson en desmedro de Machine Head. Algunas jóvenes hojeaban revistas en las que se promocionaban diversos cosméticos.
El profesor abrió su cuaderno de apuntes, giró las hojas, se detuvo en unos renglones escritos con lapicera negra. Leyó con la vista las primeras frases... “Según Deleuze, Nietzsche no habla desde la óptica del sujeto sino desde la óptica de la vida. La vida es para Nietzsche fuerza, voluntad de poder. Con la muerte de Dios el sujeto que se resiste a esa sublime corriente también perece y esto preanuncia el nacimiento del voluptuoso superhombre, que montado al brioso caballo de la vida, afirma la existencia con toda su complejidad y contradicciones...”.
Dejó de leer y cerró su cuaderno. Había decidido no dar clase. Siempre la misma cantilena, reprenderlos para que presten atención, soportar el desgano, los cuchicheos, sentir que le estaba hablando al aire, que podía delirarse con cualquier comentario y nadie notaría el desatino . Hoy no, no se prestaría a ese exasperante juego, simplemente se quedaría callado, haría el mínimo esfuerzo de permanecer en silencio hasta que transcurran por completo los ochenta minutos de su módulo escolar.
Afortunadamente para él, el tiempo fue pasando sin que ningún alumno manifestara absolutamente nada ante la situación que se estaba viviendo. Faltando quince minutos para la finalización del encuentro, María Sol, la joven de anteojos y acné sempiterno, quizá recordando años pretéritos de aplicación, se acercó al profesor y le preguntó si iba a dejar tarea para la próxima clase.
“Sí señorita, una tarea sólo para usted... tome nota... investigar los motivos por los que Wagner sostuvo que los exabruptos de Nietzsche se debían a su amor por el onanismo, digamos... por la paja”.
María Sol se avergonzó, su rostro enrojeció y quedó inmovilizada.
“Eso es todo... puede volver a su banco”, le dijo Ruben Mayorga, el profesor en filosofía.
Finalmente sonó el timbre del recreo. Mayorga suspiró aliviado y se dirigió con paso cansino hacia la sala de profesores. Allí también había pequeños grupos, pero apostados a lo largo de una gran mesa rectangular.
Betina Villalba, la profesora de Lengua y Literatura a punto de jubilarse concitaba la atención de tres o cuatro colegas, con el diario abierto de par en par y con su habitual cara de marmota senil, se disponía a leer en voz alta una noticia aparentemente estremecedora:
“Escándalo por una fiesta con strippers en un colegio público. Fue en la primaria N° 9, de San Fernando, para despedir a una inspectora. Los organizadores ahora dicen que el director de otra escuela llevó a una odalisca y a un hombre que terminó su acto en slip. Hubo lágrimas, palabras emotivas y abrazos con antiguos compañeros de la carrera docente. Era un festejo para despedir a una inspectora. Pero en la fiesta que se realizó en una escuela de San Fernando hubo sorpresas que terminaron en escándalo: una odalisca ejecutó la danza de los siete velos y, hacia el final, apareció un stripper vestido con un guardapolvo, quien después de bailar quedó en slip frente a la agasajada y a todos los presentes. El show habría sido una sorpresa para la mayoría de los asistentes. Por eso, algunas de las ex compañeras de la inspectora decidieron retirarse. Seis días después, la madre de una alumna que cursa el tercer grado en el centenario colegio realizó una denuncia ante las autoridades escolares del distrito. En la Dirección de Escuelas provincial consideraron el hecho como una transgresión a las normas de la institución y dispusieron sumarios administrativos”. Tras cerrar el diario, Betina agregó:
“Y esta rodada cuesta abajo de la docencia no sólo se ve en la provincia de Buenos Aires, sino en todo el país. Los jóvenes profesores han perdido la vocación, ahora toman la cuestión educativa como un empleo igual que otros y por eso la moral se relaja”. Hablaba como casi siempre de un modo tan artificial, como si ensayara de antemano esos comentarios propios de una clásica y almidonada lección de libro de texto.
“Yo pienso que por culpa de los profesores que mentan y mentan la vocación es que tenemos uno de los salarios más bajos entre todas las personas que trabajan haciendo uso de su capital cultural. Las autoridades políticas confían en que nuestra vocación nos mantendrá abnegados y sumisos pese a tanto malestar”, le respondió Mayorga con aire de solemne ironía.
Clarita Fernández, profesora de Geografía, que formaba parte del auditorio, se mostró sensiblemente ofuscada ante el planteo que contradecía lo afirmado por Betina. También destiló odio la mirada que recibió Mayorga de parte de Julián Puttini, profesor en Química. En el ambiente flotaba la sensación de que se había profanado la opinión de una prócer del magisterio. Por eso, y para salvar la encrucijada, Clarita Fernández cambió enfáticamente de expresión y con un tono de voz ameno y vivaz dijo:
“No puedo creer que la mayoría de los asistentes no supieran qué tipo de número iban a presenciar... ¡mejor seguí leyéndonos el artículo!, seguro que no terminó todo ahí...”.
“No claro que no”, le contestó Betina Villalba, recuperándose del sopor que la había embargado; con rapidez volvió a abrir las páginas del cotidiano y leyó una vez más:
“La reunión fue para agasajar a Silvia Ruiz, ex inspectora escolar de la zona V, quien dejó la actividad para jubilarse. Según la dirección del establecimiento, en el programa oficial no estaba incluido el número con perfiles de erotismo. Tampoco los nueve docentes involucrados en la investigación pudieron dar detalles exactos de cómo apareció el stripper en el escenario. Luego se supo que la odalisca y el stripper habrían sido contratados por el director de otra escuela. El festejo fue programado con un mes de anticipación. Para la cena fueron convocadas más de cien personas. Entre los invitados estaban los familiares de Ruiz y varios de sus nietos menores. También había autoridades municipales y la senadora provincial Adela Pellegata”.
Mientras Julián Puttini meneaba su cabeza como no pudiendo comprender lo que escuchaba, el recreo arribó a su fin. Mayorga debía ingresar a 1º A para dar clase, esta vez de Formación Ética y Ciudadana; pero no lo hizo. Adujo ante la secretaria de la institución un fuerte malestar físico y se retiró a su domicilio.
Al llegar a su casa de soltero descorchó un vino tinto, poco antes un médico amigo le había dado licencia por dos días. Hasta el viernes no tendría que volver a esa cueva de víboras. Bebió una botella entera, abrió otra. En su bañadera se refrescó durante más de una hora, después se colocó la bata gris que tanto bienestar le proporcionaba y se acomodó frente a la computadora.
En un primer momento abrió algunos archivos que usualmente utilizaba para preparar sus clases, pensó en algunas consignas para una futura evaluación pero no las escribió. “Ya improvisaré después”, se dijo a sí mismo, “no voy a dejarme aplastar como tantas veces por la responsabilidad de planificar, que salga lo que salga”. Entonces se conectó a Internet. Abrió su casilla de correo electrónico, contestó algunos mensajes y también lloró. Luego comenzó a navegar por el ciberespacio, ingresó a una página con numerosas fotografías de distintos paisajes polacos, más tarde a otra de pornografía, y ya entrada la madrugada, cuando el sueño comenzó a ganarlo apagó todo el equipo y se dirigió a su habitación. Allí buscó sus calmantes y tomó tres de ellos. Durmió algo menos de cuarenta y ocho horas; cuando despertó eran las seis de la mañana del día viernes.
Ya en el colegio y tras haber subido las escalares rumbo al piso en que se encontraban las aulas, notó que una de las preceptoras lo miraba de un modo extraño, y cuando estaba por trasponer la puerta de la sala en la que debía dictar clase se encontró con el asesor pedagógico y la rectora.
“Venga un momento con nosotros, que tenemos un tema importante para dialogar”, le dijo el asesor pedagógico.
Ingresaron al despacho de la rectora donde los esperaban dos emperifolladas madres. Realizadas las presentaciones correspondientes la rectora tomó la palabra:
“Como ustedes bien saben, desde esta institución procuramos formar de modo integral a los alumnos. No sólo nos interesa lo académico, sino también lo actitudinal, los valores que hacen de un sujeto una persona de bien. Es por eso que no podemos tolerar transgresiones a nuestras normas de convivencia, ni por parte de los jóvenes ni por parte de los docentes... yendo al grano... la señora de Gorostegui vino a mí con una queja realmente grave. Podría usted reproducir su planteo por favor...”.
“Sí con mucho gusto. Resulta que mi hija me comentó que el profesor aquí presente no enseña nada en la clase de Filosofía. Me dijo que simplemente espera que corran los minutos y después se va. Naturalmente todo esto me tiene muy preocupada, yo he mandado a este colegio a mi hijo mayor, Juan Manuel, que ahora está estudiando Derecho, y nunca tuve que pasar por una situación semejante”.
“Claro, entiendo su preocupación... pero cuéntenos también lo otro...”, dijo la rectora, como alentando a la señora de Gorostegui.
“Bueno... supongo que usted se refiere a las palabrotas. María Sol también me contó que el profesor Mayorga suele emplear insultos para responder a preguntas de sus alumnos. Lo cual me parece el colmo del agravio y del escándalo”.
“¿Qué puede respondernos señor?, le preguntó el asesor pedagógico al docente denunciado”.
“La palabra pajero no constituye un insulto, es un argentinismo que se refiere a la persona que se masturba”.
“¡Por favor Mayorga!, no intente justificar lo injustificable”, le contestó el asesor pedagógico casi a los gritos.
La rectora visiblemente conturbada tomó la palabra:
“Supongamos que usted no insulta a sus alumnos. ¿Me va a decir que quedarse sentado sin explicar absolutamente nada, también es un argentinismo que debe ser comprendido y quizá, hasta alentado?”.
“The mask of sanity”, dijo Mayorga con una amplia sonrisa en los labios.
“Ahora se burla de nosotros. Mire, yo trabajo como rectora en esta institución desde hace más de diez años, y nunca me topé con un profesional tan impertinente y soberbio, con alguien incapaz de reconocer errores tan evidentes como los que aquí se han estado mencionando. Usted, ya mismo debería estar pidiéndole disculpas a estas madres que en realidad, representan a muchas más”.
Se hizo un silencio que luego rompió la segunda madre, la señora de Bouviez:
“Yo quisiera agregar algo. Si bien mi hija egresó el año pasado, recuerdo muy bien cuando ella me contó que Mayorga le miraba insistentemente las piernas. En ese momento yo no vine a hablar con las autoridades porque todo se calmó cuando Antonieta comenzó a sentarse en los bancos del fondo, lejos del escritorio”.
Desde el banquillo de los acusados el profesor en filosofía pareció despabilarse y se dispuso a hablar:
“Antonieta... sí la recuerdo muy bien. Lindas piernas, pero si vamos a ser precisos, hay que decir que era, y seguramente es aún hoy, una pequeña golfa. Siempre usaba la pollera del uniforme varios centímetros por arriba que el resto de sus compañeras, y cruzaba las piernas de un modo muy provocativo. Si masticaba chicle sus labios se convertían en una pieza sexual”.
“¡Esto es repugnante!, estamos en presencia de un pervertido”, estalló la señora de Bouviez.
Después las voces se superpusieron, compitiendo en lamentaciones y peticiones de castigo. Fue entonces cuando la rectora batió sus palmas para pedir silencio, una vez que lo consiguió se acomodó los anteojos y llevó una mano hasta su rodete, para asegurarse de que seguía allí; ya preparada empezó diciendo:
“Señoras, su ayuda como informantes y testigos ha sido de enorme utilidad. Pero no quiero seguir exponiéndolas, no quiero que este momento desagradable se vuelva interminable para ustedes. Por eso les voy a pedir que se retiren, con la certeza, eso sí, de que aquí habrá un castigo ejemplar. Dejen todo en nuestras manos”.
Una vez que las madres abandonaron el despacho, el asesor pedagógico hizo correr la llave y le dirigió a la rectora una mirada de aprobación. Esta última, entendiendo a la perfección la señal, respiró profundamente y así habló:
“Mayorga, evidentemente a usted no le interesa enmendar los dislates que viene cometiendo. Y al colegio no le conviene despedirlo porque la indemnización es demasiado costosa. Así que voy a serle totalmente franca. Lo vamos a reconvertir. Nosotros, los directivos de las instituciones escolares ejercemos un poder que usted, en su necio desprecio para con nosotros, ni siquiera logra avizorar”.
“Ya creo entender. Me van a amonestar, ¿no es así? Tendré que firmar un parte de amonestaciones y llevar una nota a mis padres en el cuaderno de comunicaciones”.
“No sea imbécil. Reconvertirlo implica transformarlo en otra persona, en un fiel. El planeta no se encuentra dominado por los masones, ni por los ciegos, ni mucho menos por los judíos. Somos los directivos escolares, los que desde hace varios siglos controlamos en clave secreta todos los asuntos de auténtica importancia. Y lo hacemos a través del mesmerismo, que vamos trasmitiéndonos de generación en generación. También nos ayudan en la tarea de gobierno, nuestros fieles, que se cuentan por millones. Con toda esa maquinaria prescribimos y sancionamos conductas en todos los ámbitos y a escala global.
Cierto es que nos quejamos por la falta de presupuesto, y dejamos que el sistema educativo funcione de modo decadente y condescendiente, pero sólo lo hacemos como coartada, como pantalla. Ocultamos nuestras amplias cuotas de poder denunciando permanentemente nuestra carencia de ellas. Aún en los países donde las partidas económicas destinadas a la educación son elevadas, siempre podemos decir que son ínfimas en comparación con lo destinado a la producción de armas. Claro que cuando usted entre en trance olvidará por completo esta revelación que acabo de realizarle.”
“Muy bien... supongo que ahora extraerá algún exótico medallón de alguno de sus cajones y con la connivencia del asesor pedagógico me hipnotizará”.
“Supone bien Mayorga”, contestó con perversa serenidad la rectora y, tras abrir un pequeño cajón lateral de su escritorio, comenzó a mover en forma pendular y delante de los ojos de su víctima, un medallón de bronce con un ojo tallado en el centro.
El lunes siguiente, por la mañana, reinaba un clima de adormilada tranquilidad en la sala de docentes; hasta que el profesor en filosofía hizo su entrada, radiante y ameno.
“Hola colegas, cómo los trata el día”, preguntó retórico, para luego agregar sin esperar respuesta alguna:
“Tengo aquí, en este diario que acabo de comprar, una noticia que a ustedes les agradará analizar y a mí leerles. Se titula «Rescatemos el fuego sagrado de la enseñanza » y se refiere a un texto inédito de Domingo Faustino Sarmiento, recientemente encontrado dentro de una bota de vino de mediados del siglo XIX. La bota se hallaba en un museo de San Juan desde 1925”.
Una vez que terminó de leer el artículo, se generó un intenso intercambio de opiniones. Demás está decir que Mayorga coincidió en todo momento con las ideas vertidas por Betina Villalba.
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