EL MUERTO
Tenemos la creencia, no desprovista de superstición, que el que fallece, adquiere poderes inconmensurables. Por de pronto, se transforma en el mediador entre nosotros y cualquier deidad que tranquilice nuestro corazón. Él mismo, en suplemento, tiene atribuciones para liberarnos de lo que nos aqueja y recibe nuestra retribución, ya sea en velas que se encienden para encandilar a los que poco creen, o en rezos que seguramente recibirá como propicio alimento para su cuerpo espiritual. Ante la muerte nos quedamos mudos y elaboramos un ideario que nos mantenga a buen recaudo de algo que nos atrapa y no ciega para siempre, un misterio ante el cual estamos desnudos y desarmados y sólo revestidos con nuestra particular fe.
MERCADO LUCTUOSO
El negocio de la muerte se nutre de la fuerza que se basa en nuestra finitud. Si fuésemos inteligentes artesanos, nosotros mismos fabricaríamos los sarcófagos y ese sería el mejor homenaje para nuestros muertos. Aún así, preferimos cancelar abultadas sumas para engalanar al difunto, colocándolo en una caja presuntamente fastuosa, que igual se corromperá con el paso del tiempo. Sepultamos a nuestros muertos y nos dan a elegir entre la humilde tumba de tierra y el majestuoso mausoleo, como si la muerte lo fuera menos en las tumbas más costosas.
LA FINITUD DEL RECUERDO
Los muertos, se quedan lejos de nosotros, empotrados en los muros, sepultados bajo un par de metros de tierra o convertidos en ceniza, para atesorar en lujosas ánforas o para desperdigar en cualquier lugar. Los vivos, oramos y lagrimeamos por ellos, hasta que la pena se diluye o se confunde con la pena por una nueva partida.
TODOS TENEMOS MUCHO QUE DECIR
Lo concreto es que, tras la última paletada, queda mucho por discutir, sólo que nuestra alma aún está demasiado dolorida como para propiciar debates que oscurecerán nuestra alma, en circunstancias de que ella sólo necesita luz para renacer una vez más...
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