PUERTO RICO (1)
Deslindar Puerto Rico de la amistad, para mí, es una dicotomía. Comprendo el absurdo aparente, pero sería uno más de los que pueblan el corazón humano.
Llego a un país cálido desde el frío europeo, desde el invierno en Valencia y los bajo cero de Madrid.
No me sorprenden las caras morenas de rasgos dulces en el aeropuerto. Mulatonas y mulatones se dirigen a uno en un español gracioso, cadencioso y dulce.
Mientras espero en la cinta transportadora las maletas, agudizo la mirada tras los cristales por ver si me espera Rodrigo, mi amigo y cicerone en esta visita al Caribe.
No lo veo y llamo al celular de su hija. ¡¡¡Apareció!!! Me coloco la gorra de turista donde se lee en letras bordadas “Puerto Rico”, en colores azules, blancos y rojos para que me vea de lejos y acciono con mis brazos como aspas sobre mi cabeza para llamar su atención. Lo consigo, nos miramos y sonreímos.
La maleta llegó pronto y salí en dirección hacia donde estaba mi amigo. Un paso más y nos fundimos en un gran abrazo aplaudido en nuestras respectivas espaldas.
Estábamos emocionados aunque sin lágrimas, por supuesto, que somos muy machos jajajajaja
En casa de su hija Teresa y su yerno Miky me encontré con Tana, su esposa, su hija Ángeles y con sus cinco nietos. Todos me acogieron con cariño.
Eran ya las 12 de la noche y la cena esperó hasta mi llegada. Rodrigo se apresuró a descorchar uno de sus buenos caldos y brindamos por el encuentro todos en medio del regocijo general.
Como buen grumete y mejor cocinero, Rodrigo había preparado un sabroso pescado de más de un kilo de peso al que le supo dar una coloración rojiza que lo hacía sumamente atractivo así como una ensalada de marisco variado donde no faltaba la langosta, los camarones, el pulpo… Un verdadero festín para las papilas, sobre todo después de haber estado comiendo toda clase de nimiedades de avión.
Ya acostados los chicos y las mamás, sendos wisquis en las rocas acompañaron la animada conversación, repleta de chistes y anécdotas, en la terraza, junto a la piscina. Se hicieron las 2 de la madrugada y llegó la hora de descansar después de un viaje de más de 18 horas.
Tuvo que golpear repetidas veces la puerta de la habitación mi amigo para despertarme del profundo sueño. Ya listos toda la familia nos metimos en la guagua de Tere e iniciamos un recorrido turístico por el viejo San Juan.
Llamaban mi atención el colorido de sus edificios de suaves tonos pastel y el abundante tráfico repleto de coches grandes y modernos, muy del estilo norteamericano.
Llegamos a una de las antiguas fortalezas que los españoles construyeron por el siglo XV en la costa para defender la ciudad de posibles invasores. Murallas inexpugnables, miradores de boca de cañón y garitas, pasadizos y mazmorras, el patio de armas y tres banderas ondeando al viento cálido de un enero caribeño, dulce como sus gentes: La norteamericana, la de Puerto Rico y la española del tiempo de los reyes que reinaban por entonces en España.
El sol lo invadía todo y las iguanas se calentaban sobre el verde césped.
De allí nos dirigimos hacia el Viejo San Juan de calles empedradas y brillantes, limpias, de casas al más puro estilo español con balconadas y ventanales amplios así como fachadas en colores cálidos y variopintos.
Pequeños carritos callejeros donde se vendía la tradicional “piragua”, a base de hielo muy picado y jugo de las más diversas frutas tropicales, servido en vaso grande y una pajita para sorber.
El antiguo parque de las Palomas, desde donde se divisaba la gran dársena del puerto con barcos diversos y un enorme crucero invitó a los niños a jugar con ellas y a darles comida que picoteaban de sus manos, alzándose en enormes revuelos circulares que eran delicia para la vista.
Restaurante junto al Club Náutico, churrasco de ternera y un buen tinto alegró nuestros cuerpos cansados por el paseo.
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A la tarde salimos para Guánica, Tana Rodrigo y yo.
Desde el momento de salir de San Juan, el paisaje me subyugó. Un sinfín de cerros y montañas cubiertas de una vegetación exuberante flanqueaban la autopista, jamás vi tanta extensión de verde, hasta las nubes parecían más algodonosas que las que había visto hasta entonces, quizás por la proximidad a la tierra que las exhalaba. Palmeras, cocoteros y plataneros, árboles con grandes flores rojas en lo alto de su copa, árboles de todo tipo engalanados con enredaderas de frescas hojas y flores blancas.
La Naturaleza allí se muestra tan magnánima que parece que podría uno vivir sin trabajar, sólo alimentándose de los frutos que crecen en cualquier árbol: el mango, la papaya, el banano macho, la piña… Comprendo que no quisieran volver aquellos primeros españoles que pisaron la isla. Es un paraíso.
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