En parte era como todos los piratas: Melena negra y rizada al viento, bonita barba descuidada, ojos inteligentes y oscuros, y por supuesto parche en el ojo.
No era tonto, el parche era solo una excusa para no mirar lo que no le gustaba o lo que le dolía. Se hacía el tuerto siempre que le interesaba.
Cuando el sol se ponía en el horizonte y el mar daba tregua a su barco, bajaba a su camarote en la bodega y se deshacía del parche, del gorro y hasta de la pata de palo.
¿Era un pirata? ¿O solo era un disfraz?
Todo ocurrió un día lejano, cuando aún era un buen hombre, cayó al agua por accidente en una tarde de tormenta, se hundió rápidamente mientras aleteaba piernas y brazos sin remedio. Y al llegar al fondo una despiadada morena le asalto por sorpresa desde su guarida y de un bocado le arrancó el corazón.
Se sintió morir. Vio como su sangre coagulaba delante de sus ojos estupefactos y como la marea la mecía en hilillos que salían de su pecho. Miró arriba, hacía la superficie y con largos y seguros impulsos de sus manos y píes alcanzó la superficie. Su cabeza emergió pero ya no era el mismo. Un dulce hombre sin corazón no puede tener la misma mirada. La tristeza, la dureza, el frío del alma dejó marcas en su cara, en sus pupilas, que nunca desaparecerían.
Nadó sin descanso, sin gesto alguno de flaqueza hasta que encontró un barco en ruinas anclado en una playa de piedras y arena fangosa.
Desde entonces cada día el pirata sale a navegar para piratear de puerto en puerto, de isla en isla.
Es un pirata, pero bueno. Si acaso solo saquea lo que adolece: la felicidad de los otros, la magia de las magas, la alegría de los perros y el calor de las familias.
Sin esas cosas el pobre pirata se hace un gurruño en su silla, bebe ron en vaso grande y se dedica a mirar triste y nostálgico a los seres del mar por su ojo de buey. Envidia a las gaviotas con sus grandes alas por que el pirata bueno es prisionero de su propio disfraz, de su propio barco de palo.
Sin sus botines, sin sus tesoros, en épocas de escasez de amor en el mundo, se encierra en su camarote, lee una y otra vez los mismos libros, recitaba una y otra vez los mismos poemas. Y lloraba en silencio su ira por no saber quemar en la caldera ese disfraz de pirata que tanto maldice cada noche.
Pero de nuevo, cuando el día despuntaba en su negro mar, se vuelve a poner sin remedio su uniforme de pirata, pone su cara de malo, da su perfil con parche a lo que no quiere ver y sube a cubierta dispuesto a partir de nuevo en busca de nuevos tesoros que saquear.
|