Es una armonía que va creciendo cronométricamente, de menor a mayor, aunque se hace cada vez más pequeña. Se va encerrando sobre si misma, va implosionando.
El movimiento de las agujas dinamiza la calma haciendo temblar todos los fósiles. El pulso del reloj en la pared disminuye paulatinamente de velocidad con un movimiento rectilíneo variablemente uniforme. Mientras se intensifica, aumentan sus vibraciones, se hace más grave y sigilosa.
Estoy comiendo, tengo muchas ganas de comer. No quiero ni alimentarme, ni saborear olores, ni saciar mi hambre. Solamente comer. He retado a duelo al estomago del cerebro y no habrá revancha.
Los parpados pesan toneladas, pero es un ejercicio el mismo hecho de mantenerlos cerrados. Me duelen los ojos. Me duele detrás de los ojos, y delante de todo lo que veo. Para mirar lo que está detrás del cuadro que crea mi mente, que suele estar invertido, debo dilatar los músculos que se encuentran atrás de mis ojos y delante de la imagen que lo enfrenta. Luego debo contraerlos, hacerlos uno, hasta que se produzcan los calambres del caso. Es una especie de onda cíclica que va carcomiendo todo mi entorno sensitivo; el cuadro, la comida, los olores que se confunde con los sabores, el sonido que se confunde con el silencio, los relojes y el mar. El sonido de las agujas es tan grave y lento que hace horas deje de percibirlo, y eso que solamente pasaron un par de segundos.
Un instante de quietud, todo se paraliza, se mantiene suspendido, se esteriliza y fecunda como el más grande de los sementales del certamen.
Se apaga…
blanco
Abro los ojos que jamás se cerraron.
Me acostumbró a la verdad para alimentarme.
Sobrevivo.
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