En el parque García de la Huerta hay dos árboles enamorados. La verdad es que todos los muchachos y
muchachas que pasean por ahí no lo notan, menos si
pensamos que ellos mismos están enamorados, y no
tienen ni palabras ni oidos para árboles, que
parecieran parte del paisaje.
Pero la verdad es que esa secoya y ese pino se
miraron cuando aún eran brotes. Y pasaron mucho
tiempo sin saber el uno del otro. A veces, por
esas cosas del viento, se juntaban en lo alto, se
acariciaban, pero luego, más luego que lo que el
pino quisiera, se tenían que separar. Bailaban
bebiendo en tormentas, tenían ambos miedo a los
temblores de la vida. Podían perder raices. A ella
le marcaron un par de veces la corteza algunos
paseantes desconsiderados. A él, casi lo queman y
se salvó de una tala gigante hace unos meses. Pero
hoy han crecido mucho, ya pueden encontrarse sin
lluvia, sin viento. Pues tienen los brazos
suficientemente largos para estar juntos si
quieren, y quieren. Él le regala lo único que sabe
hacer, piñones. Ella los recibía en silencio,
sonriendo. Una mañana el pino vió salir el sol y
estaba triste, es que su secoya, la que creía
suya, no le daba nada, no sabía hacer piñones.
Todo el día meditó, recibió los abrazos, pero
temeroso. Al verlo así la secoya, le mostro una
hoja. Entonces él advirtió que no eran iguales, no
hay que pedirles peras al olivo, dicen por ahí,
hablando de parientes árboles. Pero seguramente la
secoya daba las mejores aceitunas para su pino. |