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TROYA (O Las Edades de Helena)

-Helena…
Bernard posa la mano en el hombro inclinado hacia delante, revestido de gasa rosada. Helena lo aparta con un gesto, negando con la cabeza pero ciega por las lágrimas que se amontonan en los ojos. Enmudecida por el grito que hace casi 30 años hizo nido en su garganta y ahora pugna por salir.
Es un día esplendido en un acomodado barrio de Buenos Aires. Fuera de ese portón de hierro, herrumbrado y sombrío, el sol brilla con una alegría que de a ratos le parece siniestra, surrealista, onírica. Esos altos muros, ese portón, esconden cosas más oscuras que la sombras, más viejas que el alma.
El buzón esta lleno. ¿Cómo olvidar la emoción de antaño cuando veía lleno el buzón? Si solo podían ser cartas de Manuel. Esas cartas largas y cargadas de poesía. Esos cuentos, siempre diferentes, cada semana, donde una joven pareja vive un amor prohibido y termina superándolo todo. Esos cuentos largísimos y hermosos donde un jovencito de apenas 24 años cambiaba el mundo. Pero no. Es publicidad acumulada durante mas de dos décadas. Manuel ya no escribe cuentos. Ni nada.
Se recobra y con un suspiro mira hacia los pisos superiores. Desde la fachada derruida, las ventanas de las habitaciones del primer piso, tapiadas, le devuelven una mirada vacía. Esta casa vive, se dice. Todavía vive.
-Estoy bien. Al fin y al cabo, tengo más de 50 años. Podría haber venido sola, ¿no te parece?
-No. No te hace bien.
- No viniste a cuidarme.
- ¿Qué sabes a que vine?
- A vigilarme. Ja… Parece que fueras vos el que le tenes miedo a los fantasmas.
- Los fantasmas no existen
- Y asi y todo, aun tenes miedo de que te engañe con uno.
Abrió las rejas y entro, seguida de Bernard, un poco más indeciso. El lugar había cambiado, y como suele pasar, le tomo unos instantes comenzar a reconocer, a reconocerse. El jardín delantero, más allá de la vegetación que todo lo invadía, se conservaba medianamente bien.
De golpe si. De golpe papá y mamá bajo el alero de entrada, a la sombra de la tarde. De golpe Helenita corriendo en ese mismo jardín, sobre un césped verde brillante. Helenita de dos años apenas, piernitas regordetas y blancas y cortitas escapando veloces de la nana María. De golpe Helena con veinte años, las piernas largas, elegantes, pero igual de blancas. Igual de veloces. Escapando de un hombre. Helenita, veinte años, piernas largas que tropiezan y caen y sangran y…
- Helena…
- Sigamos.
Mientras se dirigían a la puerta, acarició vagamente el brazo de uno de los polvorientos sillones de hierro, alguna vez blancos, que flanqueaban la doble puerta de madera.
Todo estaba recubierto por una capa gruesa de polvo. La humedad invadía las paredes altas, los frescos. Sabía lo que buscaba. No vaciló. Se dirigió con paso seguro hasta el centro mismo del salón y miró primero hacia abajo. En el parquet, un dibujo, un símbolo. Se paro sobre el dibujo y miro hacia arriba.
Otra vez. Helena dieciocho años. Helena acostada en medio del salón mirando hacia el rosetón por donde se filtraba el sol de la tarde. Amaba tanto ver danzar el polvo, en el salón en penumbras. En esas tardes ese era el lugar a donde se recostaba a pensar, a dejar que el mundo siga su curso lentamente. Dejaba ir a y venir las imágenes felices. El amor joven. Las risas viscerales producto de la inocencia. Helena tendida cuan larga era pensando en un cuento de amor, o en uno de héroes. Pensando en el buzón. En la miel de los ojos de Manuel. En la cosquilla de su barba en la palma de la mano. Y de pronto Helena veinte años, Helena boca arriba con los ojos fijos en el rosetón para no pensar, para no sentir. Helena ultrajada por uno, dos, no sabe. Helena pierde la cuenta, la conciencia. No grita, no llora, pero si, grita…
- Oime Helena, yo te dije que esto…
- Dejame en paz, ¿Querés? Vos insististe en acompañarme, ahora callate la boca o andate Bernard.
La mayoría de los muebles no sobrevivieron al incendio. Lo que más le había dolido era la biblioteca, pero había decidido no entrar. Era demasiado doloroso, demasiado improductivo. Sabia que nada de ahí se podía salvar.
Las estancias se fueron sucediendo, una a una y en todas ellas, las Helenas danzaban formando una ronda alrededor de Helena madura, Helena cincuenta años, periodista seria, investigadora y racional. Helena recién llegada a la Argentina, Helena volver, con la frente marchita.
Helena once años, en la cocina con nana María. Helena en el comedor, quince años, en alguna cena con gente importante. Helena trece años, escondida en las habitaciones de servicio para no ir al colegio de señoritas.
Pero de todas las Helenas que la acompañan hay una que no baila. Hay una que llora silenciosa. Hay una que mira para abajo a veces, pero de a ratos la mira a los ojos, y es eso lo que no soporta. Ojos grises grandes, lentos. Ojos grises como espejos, como acero, como el agua sobre las piedras. Las ignora como puede. Sigue adelante. Arriba, por la doble escalera de mármol. A la izquierda, siguiendo uno de los corredores. Vamos. En el antiguo escritorio de papá no pudieron entrar. Y eso que fue ahí donde comenzaron los ruidos. Por eso lo cerró para nuca mas volver a entrar. Pero Helena entro. Solo mas tarde notaron que por mas que cerraran puertas y ventanas, que tapiaran todas las salidas, entrarían de todos modos. El ruido sordo y blanco invadiría cada rincón. Era el retumbar de los pasos de los dinosaurios. Helena estaba segura.
Conocía esas cartas. Helena veinte años las estaba leyendo cuando llegaron. En ese momento no significaron nada. En ese momento tampoco entendía porque Manuel se cortaba la barba, si le quedaba tan linda. Ni porque el papá de Manuel no la quería. Por lo económico no podía ser, estaban igual o mejor que ellos. Había escuchado algo acerca del trabajo del papá de Manuel, pero no se imaginaba que era lo que el Coronel Lagos podría tener en contra de ella y su familia. Mas tarde entendió, entendió todo. Pero fue tarde para todos.
Ahora también entendía las cartas. Del coronel Lagos amenazando solapadamente. De papá a sus compañeros. De papá a Los Compañeros. Del coronel Lagos amenazando explícitamente: “…Comprenderá que estoy obligado a proceder, aunque con mi propia sangre me salpique…”. Y ella que creía que había sido un error, una confusión. Que tratándose de su hijo, tal vez… Se lo imaginaba.
Salió del escritorio. Justo en el lugar a donde estaba parado Bernard ahora, lo había encontrado a Manuel. La tomo de la mano y se la llevo. Pero no llegaron ni al primer piso. Al cuentista se lo llevaron, y no volvió nunca más. Su tormento comenzó en ese momento y había durado casi 30 años. No pensó en el encierro ni en las torturas. Allí no volvería. Allí Helenita había dejado de ser Helenita. Papá y Mamá tampoco volvieron. Mamá ni siquiera salio de allí. Solo Helenita y papá y Manuel. Nana María en la cocina, mamá en el salón del té. Allí dejaron de ser. Papá y Manuel, cómplices, culpables, compañeros. Helenita no sabía. Helenita aprendió a jugar con los fantasmas. Helenita cincuentona escribe cuentos de verdad. Con finales tristes. Con finales felices a medias. Con héroes muertos y fantasmas, que ella sabe que son de verdad. Con muertos falsos, como Manuel. Con fantasmas de carne, como Bernard. Con documentos franceses donde cualquier Manuel Lagos puede ser Bernard Trouille y casarse con Helenita exiliada en España, en marzo 77.

MarMaga (alias: Marianela Daraio)

A Horacio que, siguiendo el rastro de un gato negro me mostro el camino desde Estambul hasta la puerta de esta casa.
A la Argentina que duele. A los amores que matan.

Texto agregado el 28-01-2008, y leído por 673 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
28-05-2008 Magnífico relato. Me encantó. margarita-zamudio
24-02-2008 Querida niña: ¡Qué escritora vas a ser si ya escribis esto! Conmovedora forma de contar cosas que sólo los argentinos podemos entender. Impecable la técnica narrativa. Todas las *. Ah! Y que no te pase como a mí. No tengas en cuenta el comentario del tal Rancho_Mental. Mira su apodo. Tiene una tapera en la cabeza. Un beso grande. fabiangris
14-02-2008 Tre men do texto, impecable narración, ritmo y muy bien logrado. marfunebrero
11-02-2008 me mató! me mataste pero me voy a sobreponer. Tenés un lápiz mágico. cta
29-01-2008 Excelente, la narración atrapa y llena de angustia por las diferentes etapas que pasa Helenita y deleita por la estupenda forma de contarnos esta historia. doctora
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