EVA
(LA INFIDELIDAD NO SE PERDONA).
Procurando ocultar sus nervios, Eva miró, una vez más, hacia la entrada de la cafetería dentro de la cual, hacía varios minutos, esperaba.
Llevaba largo rato, pendiente de aquella puerta, esperando a la desconocida que, mediante una llamada telefónica, la había citado en ese lugar.
Señora le había dicho la desconocida si le interesa saber algo acerca de su marido, la espero esta tarde
y, sin esperar respuesta, le había señalado hora y lugar.
La primera reacción de Eva fue comentarle a su esposo la llamada; considerando que era lo más honesto. Después pensó que, si no acudía a aquella cita, nunca sabría lo que esa mujer intentaba decirle.
Le resultaría difícil permanecer callada, pero se controlaría para no hablar del asunto durante la comida.
Por fortuna recibió, a última hora, un recado de la secretaria avisándole que él, por un imprevisto compromiso de negocios, no iba a comer en su casa ese día. Ese recado, que antes hubiera aceptado como algo normal, acrecentó sus sospechas y reforzó su intención de enterarse de todo.
Decidió que tenía que llegar hasta las últimas consecuencias; asumir el hecho, que ya maliciaba, y tomar una firme decisión.
No olvidaba la frase que su madre repetía con una frecuencia machacante:
La infidelidad no se perdona
La silueta en la puerta, observada a contraluz, de la mujer que llegaba al local la alertó sacándola de sus pensamientos
La vio entrar y caminar decidida en dirección a su mesa; De ese hecho dedujo que, indudablemente, la conocía ya; pero recapacitó en que era, en esos momentos, la única clienta del lugar.
De un rápido vistazo, con la agudeza crítica característica de la mirada femenina, Eva se dio cuenta de que la mujer era joven, guapa y con un marcado aire de sencillez y distinción. Se dispuso a escucharla.
Buenas tardes, señora ¿puedo sentarme?
Hágalo, por favor contestó Eva en tono de controlada cortesía, y agregó desafiante y diga lo que tiene que decir. La escucho.
Antes que nada, señora, quiero que sepa que yo fui engañada el tono de voz de la desconocida era seguro y no denotaba emoción alguna él me aseguró que era soltero y le creí sin dudarlo. Me abrumó con palabras y detalles, usted debe de conocerlo mejor que nadie, sabe ser irresistible en su acoso. Me cautivó, me prometió matrimonio, me sedujo y
me convirtió en su amante. No supe defenderme porque no hubo, en mi vida, ningún otro hombre antes de él. Créame, señora, nunca tuve la intención de destruir su matrimonio.
Bueno, pensó Eva, está siendo directa y plantea las cosas claras, sin incómodos preámbulos ni rodeos.
La entiendo ¿Cómo supo que yo existía? inquirió Eva.
Porque él mismo, cínicamente, me lo confesó. Aunque me aseguró que con usted ya todo estaba terminado y que, si yo era complaciente, tierna y amorosa, me trataría como una reina y ocuparía su lugar.
¿Qué pretende hablando conmigo? siguió interrogando Eva.
Enterarla de lo que sucede para que no viva engañada, y que deje libre a un hombre que ya no la quiere.
Eso era mucho más de lo que Eva esperaba oír. Encendió un cigarrillo con ademán nervioso, mientras ordenaba sus ideas, y dio un trago al café. Lo que había escuchado fortalecía su, cada vez más firme intención, pero aún quedaba una esperanza para salvar su matrimonio. Se aferró a ella e hizo la última pregunta para despejar una débil, pero aún existente duda.
¿Cómo puedo saber que lo que me dice es verdad? cuestionó.
La mujer la miró fijamente a los ojos, durante unos segundos, después esquivó la mirada y preguntó.
¿Le bastaría que yo le dijera que conozco un lunar, en forma de media luna, que tiene él en un lugar muy íntimo de su cuerpo? ¿Sería suficiente saber que a él le gusta hacer el amor con la luz encendida? la mujer hizo una pausa ¿Quiere alguna otra señal?
¡Basta! interrumpió Eva Es suficiente. No quiero escuchar más aplastó firmemente el cigarrillo en el cenicero, se levantó sin violencia y, despreocupándose de pedir y pagar la cuenta, salió, sin despedirse, del lugar.
Ya en la calle, mientras conducía su auto, Eva repasó, analizándolos, los hechos ocurridos y respiró con alivio.
Todo había sido demasiado simple y breve y, lo más importante: ¡Su matrimonio estaba a salvo! ¡Su esposo no la había engañado! ¡Era un marido fiel! Las pruebas aportadas por aquella mujer habían borrado todas sus dudas.
Ya en su casa, después de una tranquila cena y de cumplir con sus obligaciones conyugales, se preparó a pasar una plácida noche de tranquilo sueño.
Antes de cerrar los ojos, se repitió a sí misma la irrevocable decisión que había tomado:
Terminaría, de inmediato, la relación con Ricardo, su amante. El sí tenía un lunar, en forma de media luna en un lugar muy íntimo de su cuerpo y le gustaba, además, hacer el amor con la luz encendida. Por otra parte, era evidente que no sabía ser discreto y, lo más importante de todo, le había sido infiel y eso no podía perdonarlo. Recordó, una vez más, la frase que su madre repetía con frecuencia:
La infidelidad no se perdona.
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