Nadie sabía quién era ella. A los ojos de la luna no tenía nombre, los hombres hablaban a su espalda, y los niños se acercaban curiosos a buscar constelaciones en las pecas de sus hombros. Psiquiatras buscaban curarla de una enfermedad que desconocía, pero ella, inmaculada, no entendía de idiomas, a pesar de que dominara varios a la perfección. Para ella, su cabeza era un mundo paralelo más, ajeno a las demás personas, pero tan perfecto que no necesitaba refugiarse en las maquinarias indecisas del nuestro. Hacía demasiado tiempo que estaba allí, y sus cabellos ya blancuzcos, siempre libres para bailar con el viento y la lluvia, descubrían que tenías más tiempo respirando de lo que parecía cuando sonreía.

No conocían su historia ni el panadero del pueblo, ni la autora del cuento, solo sabían con certeza el desgaste de sus zapatos y la paz en sus ojos negros, como si hubiese encontrado la felicidad después de tanto tiempo caminando una senda demasiado larga. Sus manos colocaban estrellas en el cielo de la noche, y sus oídos, cansados de escuchar tanto ruido de ciudad, estaban ya demasiado lejos como para oír algo que no fuesen los pasos de las hojas.