Hoy, en un último y desesperado intento, me he sentado frente a ella esperando conmoverla.
No lo conseguí.
A pesar de mis palabras suplicantes, mi angustiosa mirada y el calor de mis caricias, sigue con su actitud fría e inconmovible
Me niego, sin embargo, a aceptar que sea éste el final de tan hermosa relación.
Mi amigo Eugenio, mi asesor personal en estas lides, me advirtió desde un principio: Tienes que tratarla bien, debes de estar conciente de que, por su condición femenina, requiere un trato especial — él tiene una gran experiencia, sabe manejarlas bien y conseguir, de ellas, todo lo que se propone — ni te imaginas hasta dónde puedes llegar con ella, si lo intentas con suave delicadeza, pero firme determinación. Recuerda la frase de aquel personaje célebre (no me dijo cual): “Mano de hierro con guante de terciopelo”
Eso me impulsó a atreverme. Al principio mi acercamiento fue ciertamente tímido, lento e inseguro, pero, poco a poco, fui tomando confianza, primero un leve toquecillo por aquí, luego otro, más atrevido, por allá y, al final, en un arranque de euforia, le metí mano con entusiasta determinación y ahí fue donde comenzó esa pasión que me llevó al disfrute de placeres superiores a todo lo imaginado, me olvidaba de todo por estar con ella; y ella, por su parte, se mostraba adorablemente complaciente en respuesta a mis atenciones… y mis intenciones.
Nunca nos negamos nada. Eugenio, que seguía siendo mi asesor, no hacía más que sugerirme; “cómprale esto” “llévale aquello”, yo atendía, de inmediato, las sugerencias y la respuesta de ella era siempre más satisfactoria de lo que esperaba; no hubo un solo deseo en el que ambos nos limitáramos. Llegó a concedérmelo todo… Si ¡Todo! Aquello era una felicidad completa.
¿Dije completa? Escuché por ahí, no recuerdo donde, que eso es una utopía.
Lo comprobé.
Un tiempo después comenzaron a aparecer algunos detalles, poco a poco más frecuentes, — al principio sutiles, luego más evidentes —- de su naturaleza femenina.
Empezó a mostrarse caprichosa, impredecible y difícil de comprender.
Al final, y eso fue lo más desesperante, resultó hipocondríaca. Inventaba malestares sin razón lógica alguna y se fingía víctima de virus que, después, resultaban inexistentes.
Para terminar, nuestra relación se convirtió en una lucha sin tregua, constante y difícil de soportar.
En una medida desesperada llamé a mi amigo Eugenio, quien llegó a mi casa; me escuchó con atención; movió la cabeza, con un gesto comprensivo; me palmeó, amablemente la espalda y me pidió verla.
Nos dirigimos a su aposento y los dejé a solas para que hiciera Eugenio su tarea de convencimiento.
No quiero alargar este relato que, después de todo, no tiene nada de original; sé que a muchos les habrá pasado lo mismo.
Una larga hora después, salió Eugenio con señales de gran fatiga, pero un gesto de profunda satisfacción, no disimulado.
— Todo está resuelto — dijo en un tono suficiente, mientras, con ademán presuntuoso, acariciaba su herramienta. .
Yo, que envidiaba su seguridad y su experiencia, lo acompañé con muestras de efusivo agradecimiento a la puerta de la casa. Al despedirnos lo hice suprimiendo las dos primeras letras de su nombre; él, con un leve encogimiento de hombros, como quien da poca importancia a la cosa, se alejó dejándome unas palabras para reflexionar:
— No te preocupes, amigo, tienes que aceptar que así son ellas. Todo se arregló con un vigoroso toqueteo… una enérgica arrastrada… y unos firmes apretones… no hubo necesidad de más, como resultado ella se ha encendido de inmediato y, después de un coqueto guiño, hemos entrado en actividad con un entusiasmo insospechado — y me repite una vez más — ¿Qué vamos a hacer? Así son ellas, las complicadas, sorprendentes, delicadas, pero ahora imprescindibles, computadoras.
Debo de aclarar que el toqueteo fue en el teclado, la arrastrada fue en el mouse y los apretones en las terminales del cableado. ¡Ah! el guiño de respuesta lo hizo ella con la pantalla del monitor.
Restablecida nuestra relación, me he apresurado a teclear e introducir, entre sus archivos, esta curiosa anécdota.
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