Anoche vino a despedirse. No recuerdo bien cuándo fue la última vez que lo vi, pero anoche vino a despedirse.
Estaba dormido, recargaba mi cabeza sobre el colchón, con las rodillas en el piso, me ganó el sueño y dormí, nomás, mirando a través de los ojos cerrados.
Anoche vino a despedirse, no hizo ruido, ni siquiera habló, sólo sonrió, y supe entonces que todo estaba bien, mis pulmones se llenaron de aire en ese momento, del mismo aire que él respiraba, y seguí soñando.
Con esa sonrisa me dijo todo. La sonrisa de siempre, la inigualable, la que remarcaba sus arrugas, las de tantos años. Se dibujó un atardecer en sus ojos. Yo creía volar y sonreía también, después de mucho tiempo.
Anoche vino a despedirse. Me levantó sin esfuerzo y me acomodó, me cubrió y nunca más sentí frío.
Se detuvo en la puerta, percibía su figura en el claroscuro de la habitación, perfecta, intacta; con sus fantasmas alrededor, con su aroma de tabaco dulce, con sus pantalones bien planchados y con el bolsillo de la camisa lleno de corazones inflamados.
Anoche vino a despedirse, mientras los demás no estaban, y temblé…
Grité para poder despertar, grité con el más profundo de mis silencios, con el alma ahogada en gotas de sal, con la imaginación vuelta realidad, nublada de historias, de encuentros… Se acercó de nuevo, me abrazó con todas sus fuerzas y sonrió otra vez, inolvidable, pero fugaz. Me besó la frente y me regaló el agua del mar, envuelta en papel de cartón. Dio la vuelta y se fue.
Anoche vino a despedirse, fue la última vez que lo vi. Pero dejó en mi camino estrellas, que brillan intensamente, que suspiran, que cantan todos los días; las guardo debajo mi piel, para no olvidar, para no llorar, para no despertar en la soledad, nunca más.
A mi abuelo.
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