Era una niña pero en su mirada había sabiduría, no había dudas, otras vidas habitaban en sus ojos, para cada situación que se le presentaba como nueva había una respuesta infantil, si, pero colmada de conocimiento y compasión. Nada le era ajeno, todo lo que sucedía a su alrededor le competía, al punto que debíamos tener cuidado con las cosas que se hablaban delante de ella pues de todo se hacía cargo y no era cuestión de entorpecer su normal crecimiento, para nosotros era una niña y como tal queríamos que viviese.
Sucedió que una tarde se presentó a la puerta de nuestra casa Carlos, un buen vecino, un hombre entrado en canas tempranamente, a los 14 años vio morir a su padre cayendo desde un andamio, situación que después de unos meses y con la ayuda de un terapeuta pudo superar, pero el impacto le dejó una marca indeleble, el cabello se le puso blanco.
Carlos temblaba, no hablaba, no podía emitir sonido, y solo buscaba la presencia de Luna quien al verlo alejó los juguetes de su lado y se levantó del piso, caminó hacia el, lo tomo de sus manos y lo hizo arrodillar para poder mirarlo directamente a los ojos sin interferencias, le habló en un idioma sereno, incomprensible para todos los que estábamos presentes mientras acariciaba su rostro. Había algo que no estaba en su lugar, ella era la adulta y Carlos el niño, el entorno dejó de ser real, todo alrededor se desdibujaba y la imagen de esos dos seres ocupó la escena en su totalidad. Misteriosamente el hombre comenzó a sonreír, a responder a todas y cada una de las frases que ella proponía, hablaban el mismo idioma, si, y cada vez quedaban menos dudas, se conocían profundamente, sus vidas estaban ligadas, sus almas habían estado unidas quien sabe cuándo y dónde, ¿pero es posible acaso? si no hubiera estado yo ahí juraría que esto es puro cuento pero no, lo vi con mis ojos, lo sentí en mi piel, ese momento existió.
Carlos se fue en paz, a los dos días dejó este mundo, se lo llevó un infarto mientras dormía, los médicos dijeron muerte súbita, pobre hombre, dejar esta vida a los cuarenta y cinco años…toda una picardía. Luna lloró, poquito, pero lloró, luego el dolor dejó paso a la aceptación. Para sorpresa de todos, a los siete días de la muerte de Carlos, Luna decidió en un acto de humanidad que algo de el seguiría en ella, amaneció con el cabello blanco.
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