Despertó con la clara convicción de cambiar su destino; ese destino de angustia y desamor, que corroía sus entrañas y apuñalaba su corazón. Nunca pudo superar la forma en que la había expulsado de su vida, y pese a que estaba acostumbrada a su ausencia presencia ausente, la sola idea de aceptar su paso a la no existencia, la paralizaba por completo. Incapaz de rehacer su vida y ciega por la culpa de su error, volcó toda su confianza en lo acertado de su decisión. Porque esa mañana cualquiera de junio algo en su vida cambió; ya no podía recuperar aquella lejana felicidad y no quería seguir despertando inmersa en recurrente sueño del desencuentro; le era imprescindible escapar muy lejos de su recuerdo, de sus ojos y su voz.

Casi sin clasificar por colores o estación, guardó algo de ropa en su maleta y se marchó. Caminó veinte cuadras hasta llegar a la estación y mientras lo hacía, tras cada paso intentaba borrar cinco vivencias. Así, casi invisible a la mirada de los demás transeúntes, fue despojándose de algunos de sus besos, de casi todas sus caricias y su desamor. No fue tarea fácil, pero ya en el andén pudo advertir que su equipaje era aún más liviano y sonrió, esperanzada que la partida del tren, se llevara hacia el olvido lo que quedaba por borrar y su dolor.