Érase una vez una fruta, concretamente una pera era, que conoció a otra, otra pera. Por entonces, ellas vivían en un supermercado de barrio, pequeñito pero con productos de gran calidad. Su zona era bastante tranquila, a excepción de cuando comenzaba la temporada de la fresa ¡menudas gritonas! Además, les encantaba beber lo primero que pillaban y luego decían cada burrada que asustaba -hazme zumo, nena-, -mira que pepitas-, etc. Ya os digo, que salvo ocasionales alborotos la frutería del super era bastante tranquila.
Ahí fue donde se conocieron ellos. Ella, pera común; él, perita de San Juan; la 1ª enloqueció con la pequeña perfección frutal, el otro, con el terciopelo de su piel (algo extraño en una pera como ella).
Una noche en que las fresas andaban juntando cajas de madera de Lepe para hacer una hoguera alrededor de la cual bailar toda la madrugada, pera y perita acordaron dar un paseo para evadirse. Les encantaba el fresquito de la zona de congelados, era como ir a la montaña, sólo que sin montaña y con productos pre-fabricados. Pasearon entre las salchicas pero disfrutaron especialmente de la zona de los quesos porque la pera era vegetariana. -¿Te imaginas lo que sería vivir dentro de un queso de bola?- dijo la pera, -¿sabes que te quiero?- respondió la perita cogiendo las manos de su pareja. -Ohhhh- el suspiro fue generalizado en la zona del café y las infusiones (les encanta el pasteleo).
No me preguntéis cómo, tampoco cuándo, sólo puedo deciros que al cabo de dos días una nueva pera dormía en aquel supermercado; lo que ella no podía saber es que aquella sería su 1ª y última noche allí porque, al día siguiente, un chico compró a toda la familia.
¡Qué experiencia! La maloliente y pegajosa cinta, la caja registradora, una bolsa, un coche y las lágrimas de sus padres, eso último es algo que la pera nunca olvidaría. Antes de que fuera demasiado tarde ellos le contaron lo que les sucedería, -es ley de vida-.
La pera no se inquietó para nada, no pudo porque la música que sonaba en el coche del chico ¡era la leche! Movió los pies, hizo gestos desconocidos para él con los brazos y llamó -nena- a su madre cuando ésta le reprendió. La pera acababa de descubrir el rap. Fue rap desde entonces.
Disfrutaba con las melodías inverosímiles pero sobre todo con las letras reivindicativas, además, caminaba como balanceándose o más bien como si algo le escociera en la entrepierna. El chico lo vio ¿cuándo? En el momento en el que elegía un par de peras, que llevarse a la facultad. Parpadeó, la pera se paró en saco y antes de que pudiese pestañear, el chico se había metido en la mochila a sus padres. -¡No!- gritó -¡llévame a mí!-. Recordaría aquel día mientras viviera y en cada una de las letras de sus canciones:
“Soy la pera, rapera,
que se duele de pena
y escupe sus palabras
con ganas y algo de rabia,
yeah, yeah...”
Decidió que todos conocerían a la pera rapera y así se lo dijo, cara a pera cuando tuvo al chico delante no sin, además, retarle a un duelo de rap. El ganador tendría fama y gloria, de eso se encargaría quien perdiera. Gritaron, sudaron, bailaron y se odiaron pero de aquel duelo sólo un ganador quedó que fama, fama y gloria en el mundo entero consiguió: la pera rapera. -Eres la repera, tronco, la repera rapera-. Con sus manos su amistad sellaron y la pera descubrió que en el mundo no todo es fresa o melocotón.
Para Iago |