-Aaaaah... que agradable...
-Muy cierto amor... al fin tenemos algo de tiempo libre luego de tan ajetreada semana. -Pero por fin podemos relajarnos, ¿no? -le dijo, mientras besaba sus maquillados labios, y acariciaba su semidesnuda pierna luego del término de esa generosa y diminuta falda que traía. Ella acarició su pecho y lo besó, y cual tarde de sábado volvieron a centrar su atención en la pantalla de la TV, que exhibía uno de esos miles de comerciales pensados tal vez para que el más hábil psicólogo le diera un sentido al mensaje, pues como generador de ventas... era un muy buen desperdicio de fondos. Aprovechando una de esas eternas tandas de comerciales, él jugueteó sensualmente con su amada para finalmente ponerse de pié, y con un provocativo beso en su cuello, prepararse para salir a comprar tal vez un helado, una champaña... o algo para amenizar el ambiente y aprovechar ese espacio de relajo y tranquilidad que poseían. Ella le sonrió y jugó con sus piernas indicándole un "retorna luego" muy coqueto. Él descolgó su chaqueta negra, abotonó un poco su delgada camisa blanca (en la calle no se habría visto muy bien por parte de las vecinas que anduviese con el pecho descubierto, menos en un barrio residencial lleno de señoras de la tercera edad muy conservadoras y, por que no decirlo, muy buenas para despedazar al primero que les diera chance criticándole o inventando rumores sobre su persona) y se ajustó el cinturón. Cogió su billetera y la guardó en el bolsillo interior de chaqueta. Lanzando un beso al aire hacia su dama, procedió a retirarse. Abrió con toda calma el portón de la casa y salió a la calle, no sin antes llenar sus pulmones del fresco y tibio aire primaveral, mientras observaba los pequeños pétalos blancos de los ciruelos caer cuales copos de nieve sobre los tan cuidadosamente mantenidos jardines de sus vecinos. Así, y con ese paso calmo y tranquilo, muy inusual para una ciudad como la que él habitaba, donde el mínimo común entre todos los ciudadanos era el constante stress y neuroticisimo presente en cada uno de ellos, le daba un cierto aire de superioridad al observar las caras de "quien fuera tu por cinco minutos" de los otros transeúntes.
Sin darse cuenta, llegó al negocio ubicado a la vuelta de la esquina. Saludó cordialmente al vendedor con quien había entablado una especial amistad por sobre su relación vendedor - comprador, y como de costumbre, comenzaron a comentar sobre fútbol, política, el desarrollo del país, el temporal que arrasó con tantas casas en el sur, filosofaron sobre la deserción juvenil en las urnas electorales... todo en el módico tiempo de 5 minutos, tras el cual procedió a indicarle a su interlocutor su deseo de adquirir una bebida cola, la más grande que tuviese, una botella de Ron Cubano, dos bolsas de hielo (lamentablemente el dispensador de hielos de casa había colapsado cuando Mariana, la empleada del hogar, había dejado una bolsa de choclo congelado en el conducto por el cual caían los hielos, el cual terminó fundiéndose luego de que Franco estuviera 20 minutos intentando sacar hielo sin dejar de apretar el botón ni revisar el por qué de la no caída de hielos, lo cual desembocó en un inevitable fundimiento del motor del dispensador... pero bueno, Franco se había comprometido a pagar el daño, así que era lo de menos), un pote de helado y un par de bolsas de papas fritas. Si, aparentemente era demasiado para dos personas que cuidaban tanto de su físico como ellos dos, pero considerando las repentinas visitas de los hermanitos de ella y los sobrinos y sobrinas de él, así como las 5 horas diarias al gimnasio... ese conjunto de desorden alimenticio no eran sino un tentempié. El vendedor, con la destreza que los años le habían otorgado a sus manos, sumó todos los productos comprados, y agregó ese 10% de descuento que siempre le hacía como medio de agradecerle esas conversaciones de 5 minutos o a veces de 5 horas, mediando un café y un sándwich de por medio. Luego de realizada la transacción, y cerrada la sesión del día con un fuerte apretón de manos y un cordial "hasta pronto", cogió las bolsas que contenían su compra y comenzó a caminar para llegar lo más pronto posible a casa. O por lo menos, eso pretendía.
Cuando había pasado la esquina de la cuadra y se perfilaba a tomar el último tramo para llegar a casa, observó a una pequeña niña parada, su osito de felpa en sus brazos, observando la calle. Su madre, en la acera del frente, le decía "ahora, ahora" con un muy dulce y cordial tono, que aparentemente era ignorado o considerado un juego por parte de la pequeña. Sonrió al verla (siempre quiso tener hijos, mas aún no lo había hablado con ella) pero algo le hizo girar la cabeza en vez de seguir caminando. Observó la misma escena, la pequeña se daba vuelta y le sonreía a el esta vez, y repentinamente cruzó la calle, mientras el rostro alegre y dulce de su madre se deformaba en una congelada expresión de terror, pánico y estupefacción. Él giró la cabeza hacia su derecha, y observó como, desde la otra esquina, aparecía un desenfrenado vehículo, levantando una gran polvareda y quebrando el silencio del día primaveral con el desliz de sus ruedas sobre el pavimento, al unísono de la sirena policial que se acercaba desde lo lejos. La pequeña ponía su primer pié en la calzada cuando el vehículo, en su loca carrera, enfilaba directamente hacia ella, con el conductor, medio cuerpo fuera de la ventana, disparando hacia atrás mientras la patrulla intentaba evadir el ataque. Observó como la pequeña posaba su otro pie en la calzada, la mirada fija en su madre, mientras el criminal devoraba metros con el acelerador, mientras una fila de autos se detenía a observar la persecución y se sumaban a la deformada cara de la madre al prever lo que sucedería en cuestión de segundos.
Mil imágenes pasaron por frente de sus ojos. Observó el auto arrollando a la pequeña y degollando con el filo de los frenos a su pequeño peluche; la expresión cada vez más deformada de la madre que se desplomaba al suelo tras colapsar ante el horror de la escena; el charco de sangre y la estela de diminutas gotitas rojas flotando en el aire junto con el algodón del decapitado peluche luego de que el conductor no se detuviese ni se percatase de lo acontecido mientras la patrulla seguía su loca carrera, y como, una cuadra más allá, los conductores abrazaban a sus señoras y tapaban los ojos de sus retoños ante la macabra escena. La misma escena la vio más de veinte veces, reemplazando en cada una de ellas a sus sobrinos y los hermanitos de su amada, y sintió como su cara se deformaba en la misma reacción impávida que paralizara a la madre solo diez segundos antes. Dejó caer las bolsas, y la quebrazón de la botella de ron, que tiño todo el suelo de una mancha cafesosa similar al charco que viera en sus imágenes, le hicieron reaccionar y despertar de aquella tenebrosa y espeluznante pesadilla que estaba viviendo. Cada músculo de su cuerpo se tensó, la adrenalina se disparó, y en sus ojos todo desapareció excepto la pequeña que se aprestaba a dar su tercer paso sin percatarse de su entorno. Corrió, corrió como nunca, a la vez que ella salía por el portón de casa ante la tardanza de su hombre, y observó desde varios metros más atrás como este corría desaforadamente, quitándose la chaqueta y arrojándola al cielo, para, tres pasos después, dar un salto, coger a una pequeña niña mientras una mujer de alrededor de unos cincuenta años observaba atónita como este hombre cogía a la pequeña, volaba con ella un par de metros sobre la calle, se azotaba el hombro contra la solera y rodaba por la acera, la blanca camisa convirtiéndose en un trapo sucio y la pequeña aferrándose a su pequeño peluche, mientras el vendedor salía de su negocio con cara de magna sorpresa ante la escena a la vez que ella corría a la esquina donde él para intentar comprender lo que ocurría.
Cuando dejó de rodar, tapando a la pequeña con sus brazos y su cuerpo, la observó. La pequeña estaba pálida y muy asustada. Él levantó la mirada y observó la calle, mientras los demás lo observaban a él con una expresión de desconcierto colectiva y suprema. Por un instante, el mismo se preguntó "¿me estaré volviendo loco? ¿Que rayos es lo que he hecho?" y se sumía en una profunda depresión ante el inmenso ridículo que había protagonizado, el trauma que probablemente habría creado en la pequeña y la futura demanda por parte de su madre, así como el despedazamiento absoluto de la grata tarde junto a su Princesa.
Y mientras se encontraba sumido en estos pensamientos, un vehículo negro cruzó entre los observantes, él y la pequeña, raudo como un relámpago, mientras una patrulla le perseguía y un cúmulo de gente se detenía en el semáforo de la cuadra anterior evitando involucrarse en la situación pero sin dejar de observar la escena. Y en la esquina de la cuadra siguiente, una pequeña niña terminaba de cruzar la calzada, observándolo y regalándole una sonrisa agradecida para luego desvanecerse, junto a su peludo oso de felpa, tras la estela que dejaron el negro vehículo y los destellos que dejaba, tras de si, la patrulla que la perseguía. |