Esta mañana estoy resuelto a escribir algo, pero no cualquier cosa, una historia especial. Había pensado ahondar en la psicología de un personaje trastornado, quizás un ser aparentemente normal, como usted o como yo, dedicado por entero a la cotidianeidad de un trabajo de automática realización que, a su vez, requiera talento. Pongamos un carpintero tradicional (de los de antes de que se impusiera el mercado global, con su voraz competencia, que hace necesario el establecimiento de explotaciones por partida doble; la humana y la industrial; en países del tercer mundo, al más puro estilo Ikea) enfrascado en su pequeña cochera/taller de 50m2 alfombrada de virutas y serrín y el consiguiente aroma a morgue vegetal. Tenía convenido en mi fuero interno, que el protagonista fuese un hombre entrado en años (unos cincuenta y seis), experimentado en la técnica y poseedor de unas curtidas manos que sufrieron la complicada adaptación a las lijadoras de cinta, los tupís de brazo superior y a tantos otros avances tecnológicos que “facilitaban” (con el tiempo) la labor. Podíamos llamar a este carpintero: Domingo.
Pues bien, qué les parece si Domingo amaneciese a las 05:30 cada mañana (aparte de una tremenda putada para él) y tras lavarse la cara condujera su vieja Citroën C15 hasta el mesón “La Paloma”; en el que lleva desayunando y almorzando los últimos treinta y tres años de su vida; para disfrutar, como siempre lo hace, de su copita de brandy acompañada de un café solo (nunca a la inversa). ¿Podría estar bien, no? Creo, que en “La Paloma”, Domingo ha establecido su nódulo espiritual. Sobre ese desgastado taburete de estructura metálica, con asiento de conglomerado color marrón y sin respaldo, Domingo se ha planteado al calor de su licor tantas y tantas veces las mismas cuestiones que Sócrates o Platón rumiaban en su Escuela, eso sí, en su propia clave. “¿Y cuándo decidí yo venir a morirme de asco a este pueblo de mierda y renunciar a la vida mundana que me ofrecía la marina…?”, “¿Debería traspasar el maldito negocio?”. No es inusual que en el abotargamiento propio de esas horas se le escape a Domingo alguno de sus interrogantes por la boca, en vez de rebotar éste entre las paredes de su cavidad craneal. Maria José, la camarera y receptora no tan casual de sus cuestiones, suele ofrecerle con descaro la solución manifiesta a su entender. “Mándalo todo a tomar por culo y búscate una rusa que te cuide”. Y Domingo sabe en el fondo, y le jode profundamente, que Maria José lleva parte de razón, pero que le faltan cojones para hacerlo drásticamente; “Quizás con el traspaso y los ahorrillos…”. No obstante, Marijose no piensa todo lo que dice; pues sólo de imaginar a Domingo en brazos de una de esas “tiparracas del este” siente hervírsele la sangre.
Maria José y Domingo estuvieron enamorados hace algunos años – aunque no estoy seguro de querer estar escribiendo una historia de amor - y digo estuvieron, porque la coyuntura del momento, el riesgo y (¿por qué no?) la conjunción de los astros no les fueron favorables. Nuestro Domingo de veintitrés añitos, recién llegado al pueblo, era ya todo un hombre, y uno de esos por los que toda moza perdía el culo en el setenta y cuatro: de provecho, morenazo y atlético, honrado, valiente… En sus primeros meses de estancia, ya había puesto en su sitio de un buen manotazo a más de uno de los que se metían y le buscaban las cosquillas al “forastero”. Había pensado que no resultaría tan descabellado que Maria José, a sus diecisiete años, estuviese ya casada con Ramón el mesonero, que casi le doblaba en edad; y que, inevitablemente, ella quedase enamorada del joven Domingo; y él de los sonrojados mofletes y las imponentes pechugas de Maria José. Lo que comenzó con una serie de miradas furtivas que atravesaban la barra del bar, a espaldas de Don Ramón, se encargó la hormonada naturaleza de transformar en escapadas esporádicas al mirador del barranco, más tarde en rituales diarios de comprensión y apoyo y, finalmente, en un amor clandestino que no podía terminar bien.
Cuando Domingo propuso en una ocasión que lo dejaran todo y se marchasen a una finca dedicada a la ganadería bobina, Maria José no se sintió capaz de dar el paso definitivo y abandonar su vida de ingrata tolerancia sexual para con Ramón y algún otro golpetazo. Sentía en el fondo la existencia de una deuda por todo aquello que el mesonero había hecho por ella (desde darle una casa y un trabajo en los comienzos, hasta preñarla…últimamente) y no se sentía bien dejando a sus abuelos a su suerte.
Domingo recibió negativa y noticia con bastante amargura. Intentaba comprender pero era incapaz de hacerlo; incluso había asegurado a Marijose que sería un padre ejemplar para el niño que habitaba su útero, que eso no cambiaba nada; pero no hubo cesión.
Así fue (si no se me ocurre cambiarlo) como ese amor fue extinguiéndose teñido de rencor hasta toparse con la más absoluta indiferencia; que poco a poco, fue suplida por una complicidad propia de aquellos que sobreviven juntos a un naufragio y que, finalmente, se tornó amistad. Pero una amistad en la que subyacía, qué duda cabe, ese reproche implícito que Domingo le hacía con cada palabra que intercambiaban, tal era así que, al morir Ramón a causa de una neumonía, Domingo tuvo la fortaleza, quién sabe si no fue pura estupidez, de negar a Maria José la vida que habiéndose presentado como utópica por tanto tiempo, se les materializaba frente a sus narices en aquel momento.
Pero aquello fue hace demasiado tiempo, y ahora Domingo y Marijose disfrutan de su compañía, se pican mutuamente y se meten con Arturo, el hijo de Maria José y el difunto Ramón (o quizás del propio Domingo porque, para ser franco, no quiero que se parezca a ninguno de los dos).
He creído oportuno hace algunos minutos que Domingo dejase sobre el mostrador el precio y la propina que acostumbra a darle a la buena de Marijose, decidido a cambiar su vida de una vez por todas; pero no lo veo adecuado en este momento. Había pensado en escribir una historia esta mañana, pero se está acabando mi descanso, así que tal vez la escriba otro día. Se admiten sugerencias.
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