I.-
Isabel ha ingresado en el convento.
El convento queda a unas cuadras de su casa, cercano a la Plaza Mayor.
De la frente de la joven emana un sudor frío, un olor a violetas que se incineran con la volubilidad de su cuerpo angustiado.
Siente la desesperación de Eva.
Jala con manos temblorosas el hilo que mueve la campana de la puerta principal.
Al entrar siente mareos.
Por unos segundos le parece que sus pies se hunden en la antigua loza de barro cocido. Sus pies están sangrando, como los pies del Cristo crucificado que cuelga de su cuello y que roza sus senos, que se mueven al vaivén de sus caderas.
La recibe una monja de cuerpo enjuto, prematuramente envejecida. Al ver el rostro pálido y los ojos desorbitados de la joven, recuerda la razón por la cual ella misma está allí.
Le ofrece una infusión hecha con hierbas aromáticas. Tal vez así su alma encuentre la paz. Así, tal vez, ya nunca más...
El ambiente enrarecido, las seis de la tarde, justo cuando el sol muere y quema las paredes del convento que arden como las llamas del infierno.
Como sus almas pecadoras.
El moho se aferra a las paredes interiores plenas de azulejos mexicanos, olorosas a humedad, mientras las mujeres entonan cánticos religiosos que calman ardores histéricos.
El pececillo de la fuente del patio escupe agua.....
En la mesa del corredor ya han servido el pan recién horneado y una sopa donde nadan felices ajos y cebollas, aromas que perfuman el corredor interno del convento, olores nauseabundos para la recién llegada.
La joven estudiará la Biblia y aprenderá severos ejercicios espirituales.
Flagelará su cuerpo hasta que, embrutecida por el dolor, recuerde que ella también es hija de Eva.
El convento será refugio piadoso de su alma pecadora.
Lo que Isabel ha hecho la apartará de la sociedad para siempre.
Aunque tenía otros planes para disimular las consecuencias de sus pecados, esos planes han perdido todo sentido.
Ahora dedicará su vida al Señor, aunque no siente devoción…
II.-
Los pies del Cristo que cuelga de su cuello sangran mientras ella acaricia delicadamente un fruto precioso, angustiada en la soledad de su celda, recordando la cara, el cuerpo de su amor prohibido, tratando de borrar la voz morbosa que ha convertido la paz en guerra.
¿Y si lo que oyó eran los demonios que torturan a las mujeres como ella?
Al fin y al cabo, Isabel es hija de Eva.
III.-
Isabel está confundida.
Por primera vez, duda de sí misma. Sin embargo, ya yo sabía que tarde o temprano Isabel encontraría la paz en el claustro.
Era demasiado evidente que su permanencia en la casona virreinal se estaba convirtiendo en una amenaza y yo sin tener el poder de acallar los murmullos de la corte ni la hipocresía y el descaro de aquél que gobierna en nombre de SM el Rey de España.
Una angustia fulminante zozobra en el cuerpo de Isabel que aprieta entre sus manos las violetas que yacían en su mesa enclaustrada.
IV.-
Isabel estaba harta de la frivolidad cortesana, que se burlaba de sus excentricidades.
Harta de estar en todos los susurros, incluso en los de las chicharras.
Afortunadamente, el Virrey la encontraba deliciosamente extraña y compartía con ella intimidades que la salvaban.
“Habrá pactado con el demonio” se decían entre sí los cortesanos más conservadores. “Tiene un don de Dios” decían aquéllos que querían ver al Virrey sonreírles, complacido.
Isabel leía.
V.-
Un día el Virrey hizo traer de España a unos hombres doctos para que la examinaran…
Los hombres doctos acordaron que la sabiduría de Isabel era un enigma, tan indescifrable como la Trinidad y la concepción de Cristo.
Los cortesanos se escandalizaban con el veredicto de los doctos hombres traídos de España, pero preferían callar.
Los cortesanos sabían que hombres más doctos aún ya habían discutido ampliamente sobre la carencia de alma en las mujeres.
“¿Acaso no lo sabe el Virrey? ¿Es bueno o malo que este hombre sepa tan poco? “ Se preguntaban, entre duda y burla impregnada de conveniencia. “ Con tal que nos permita interpretar las reglas regias”…
Que la mujer no tiene alma es un hecho más que evidente ¿quién lo duda?, pero Isabel era muy querida por el Virrey, de modo que el savoir faire cortesano se impuso. Callaron.
Esto no era obstáculo para que Isabel despertara desconfianza en todos. ¿Cuánto poder real tendría Isabel sobre el Virrey, tan aficionado a las modas y por ende, tan influenciable?
Es claro que los cortesanos tenían razón. ¿Quién puede dudar que una mujer así tenga tratos con el demonio?
VI.
Isabel ama a una joven casada, de su misma edad. Ambas hijas de viudas amigas de la Virreina.
Las miradas, llenas de amor y ternura, que se dirigían las jóvenes eran escandalosas. Ello causaba los murmullos de la corte, los cuales crecían hasta confundirse con el ruido de las chicharras.
¡Es claro que el amo de Isabel era Belcebú, Satanás, el Príncipe de las Tinieblas!
Mas a Isabel no le importan estos rumores en particular.
Ella, que admira a ciertas cortesanas francesas, sabe que no necesita justificarse: hace tiempo que su corazón y su cuerpo pertenecen a una sola persona y su amor es correspondido.
Isabel se siente Poderosa….muy poderosa.
Sin embargo, los naturales obstáculos sociales sólo le permiten compartir con su amante algunas veladas tras esas paredes quemadas por el sol de las seis, cuando sus cuerpos arden como las llamas del infierno. Como sus almas pecadoras..
VII.-
La joven amada por Isabel sufre las consecuencias de aquellas miradas... cruelmente ha sido golpeada una y otra vez por su marido, quien asustado por lo que oye y suspicaz ante la culpabilidad evidente de la joven mujer- pobres victimas del matrimonio de conveniencia- la hacía llorar y sangrar....
Como los pies del Cristo crucificado que cuelga de su cuello y roza sus senos, que se mueve al vaivén de sus caderas.
Cierta vez se desbordaron las aguas de un caudaloso río…sus diques se habían debilitado a fuerza de golpes.
Esas aguas oscuras y tenebrosas trajeron consigo recuerdos inmemoriales, hojas secas, peces muertos...
Isabel llegó a tiempo para auxiliar a la joven mujer que se ahogaba... nadaron hasta la orilla de la cama.
Isabel abrigó a la joven casada para ayudarla a bajar la fiebre, que la hacía delirar.
“Su amor ha sido el más dulce de los amores”, piensa Isabel...
Ellas han sido almas afines: tardes plácidas, pies entrelazados, abrazos bajo frazadas, frías por la ausencia del marido de la joven casada a quien, por cierto, le gusta cazar negros cimarrones que no entienden del derecho de propiedad.
VIII.-
La caza concluía dos horas antes de las seis de la tarde, con exactitud inglesa.
Y a las seis de la tarde los capataces hacen cumplir la orden del marido: “¡Que ardan los negros sacrílegos como las llamas del infierno!”. Que ardan como sus almas pecadoras.
IX.-
Todo la corte murmura que la joven casada no es feliz, ¡pobres víctimas del matrimonio de conveniencia!
Tanto amor, tantos años de ternura las han unido, y ahora que lo sabemos, nada alejará a estas mujeres de lo que sentían como un lazo inquebrantable, el amor las unirá para siempre “¡No importa cuánto nos critiquen estas almas impías, te juro que yo nunca te abandonaré!”
La joven mujer casada encuentra paz en la promesa de Isabel. Lo que ahora saben y se expresan mutuamente siempre lo intuyeron pero era una vergüenza que les quemaba la garganta.
X.-
Ha llegado el ambiente enrarecido de las seis de la tarde justo cuando el sol muere y quema las paredes de la casona virreinal.
Isabel camina por los jardines virreinales acompañada por esclavas. Juguetonamente, va pisando las violetas que la hacen recordar a su amante.
Desde acá podemos observar la ventana de la habitación virreinal que fue testigo de tanta pasión.
”Niña Isabel, ¿Por qué va tan distraída?” increpa la negra Ignacia “Estoy oyendo el rumor de las olas que chocan contra el acantilado cercano -Ahhh, Ahh, ahh, ahhhhhh-...”
Isabel cree lo que oye. No lo duda, ni un momento.
Es un escandaloso susurro viril, una inmoralidad sin igual.
Entonces se tropiezan los ojos dementes y traicionados de Isabel con los ojos hipócritas y burlones de las esclavas que todo lo saben y todo lo callan.
La vieja Ignacia trata de distraer la furia adolorida de Isabel. “Niña, hace una hora su amiga tomaba algo de aire fresco ¿Y si su Merced va a auxiliarla?”
Pero Isabel no sale de su ensimismamiento. Para ella, sólo existe el inmoral susurro. Y grita, sin importarle si la oye la Virreina:
“¡Sois todos unos inmorales que calláis solo por conveniencia!
Y vosotros dos... ¿Acaso sois tan ingenuos para creer que nadie los oye? ¿Creéis que nadie sabe lo que hacéis tan descaradamente cuando el sol ni siquiera se ha ocultado?
¿Es que no tenéis temor de Dios? ¡ Sobre todo vos, mi Señor, qué dolor y que vergüenza tan grande me habéis causado!”
XI.-
La locura se apodero de Isabel. Se quito las zapatillas y sin pensarlo dos veces, se levanto la falda y huyo por las calles de piedra, hasta que sus pies comenzaron a sangrar al igual los pies del Cristo crucificado que cuelga de su cuello, el que roza sus senos y se mueve al vaivén de sus caderas.
Siente la desesperación de Eva. Definitivamente, es hija de Eva.
XII.-
Isabel es recibida por la enjuta mujer envecejecida que al verla recuerda la razón por la cual ella misma está allí.
“No os preocupéis, querida niña. Las paredes de este convento están llenas de pequeños pececillos, arrastrados por los ríos..... Os prepararé una infusión de hierbas aromáticas .... Así tal vez vuestro dolor desaparezca. Así, tal vez, ya nunca más…”
Si hace 20 años la anciana enjuta hubiese sabido cómo hacer para que los bebés se convirtieran en pececillos inofensivos no hubiera tenido que huir al convento, llena de vergüenza, cuando su amante la rechazó al saber que sería madre.
¡Si la anciana enjuta supiera que sus hijas estaban en la casona Virreinal y ya sabían del lazo que las unía!
El mundo es perverso, bien lo sabemos.
“….Y de mujeres perversas están llenos los conventos virreinales…también el purgatorio…” razonaba la anciana.
“No te angusties, hija mía, los pececillos vivirán para siempre en las paredes de este convento” dice trastornada… “Fijaos que allá en la fuente, uno de ellos escupe agua, para siempre...”
XII.-
Las ventanas de Isabel límpidas ya no reflejan la luz…Isabel bebió lo que la anciana monja juzgó conveniente para la paz interior.
La pobre mujer casada nunca pudo sobreponerse a la pérdida de su hijo, pececillo muerto por las brutales palizas, casi diarias, que recibía de su marido…tampoco pudo sobreponerse a las correctoras muestras de amor maritales. No tenia descanso, no tenia paz.
“Los hijos no nacidos son como peces, ¿No te parece, Isabel?”
Las palizas eran muestras del amor protector de su marido. ¿Quién lo duda? Las palizas eran la muestra del sometimiento del pobre hombre a Dios.
¿Acaso Dios no autorizó que Adán corrigiera a Eva?
Ahora, a la mujer casada le aterra la vuelta de su hombre, quien desde un poco antes de las seis de la tarde se encuentra en las habitaciones del Virrey…mientras nos llega el rumor que hacen las olas sobre las rocas del acantilado.
También le aterra la huída de Isabel. Isabel le juró que nunca la abandonaría... y ahora, su amada olvidó su promesa.
La pobre mujer casada vio a su hermana Isabel salir corriendo por las calles de la ciudad, justo antes de las seis de la tarde, sin importarle los burlones ojos dementes de todos.
Isabel expuso públicamente la inmoralidad del Virrey.
Que vergüenza. Ya no le queda más remedio a la pobre mujer casada que confiar en sí misma. Es que ya no hay nadie más en quien confiar.
Ahora, la mujer casada tiene, por primera vez, la valentía de huir, con la complicidad de las dos negras esclavas que la acompañan diariamente a la misa en la Catedral, justo antes de las seis de la tarde.
XIII.-
Concepción ordena a los esclavos que cargan el carruaje que la lleven al acantilado. Quiere ver el mar.
“Ahora deténganse”, sigue ordenando.
Concepción siente por primera vez la fuerza del Poder sobre su propio destino.
Es poderosa…infinitamente poderosa.
Es libre.
Desde lo alto del acantilado, la joven Concepción mira la inmensidad del mar y piensa por primera vez…”Soy poderosa”…Muy poderosa.
¿Alguien lo duda?
Por eso, se arroja al mar, con los brazos en cruz, como el Cristo que cuelga de su cuello. Ambos se estrellan contra las rocas, mientras la sangre torrencial fluye incesante hacia el mar, para alimentar a los peces... |