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ÚLTIMOS SUSPIROS DE UNA NOCHE AGITADA

Las paredes empapeladas, cargadas de cuadros, la escalera alfombrada con bordes de metal dorado, la araña en el techo y la empleada doméstica levantando chicitos sobre la mesa ratona, rodean a Ramiro, un adolescente de diecisiete años, que en un zapping frenético frente a la tele, mazca chicle con desgano.
A tan solo media cuadra vive Ezequiel; la única diferencia con la casa de Ramiro es que tiene tres plantas en lugar de dos.
Ezequiel se acomoda un mechón rebelde del pelo con gel, se acerca al padre, le pide las llaves del auto, no obtiene respuesta, las toma de un tirón y sale dando un portazo. Saca el Mercedes del garage y llega en dos segundos a la casa de Ramiro. Es sábado a la noche.
El pibe se sube al deportivo sin mirar a su amigo. El boliche adonde van a bailar queda en un barrio bien custodiado, va siempre la misma gente, pasan la misma música. Cada sábado a la noche los jóvenes de la zona repiten el ritual como sus padres el de ir a misa el domingo. Esa noche a Ramiro le cae mal un trago y sale a eso de las tres de la mañana a tomar un poco de aire a la puerta. Ezequiel va tras él para ver que ofrece la noche fuera de la disco, no por otra cosa. Ya no queda nadie en la puerta. Apenas se escucha el zumbido de la música proveniente del boliche. Ambos empiezan a caminar hacia el Mercedes sin convicción, como si no supieran qué hacer con sus cuerpos. Ezequiel abre el baúl para buscar un sweater y se encuentra con una botella de whisky. Sube y se la ofrece a su amigo, que da un sorbo sin observar el contenido. Ezequiel lo mira esperando que escupa el trago. Sin embargo, al rato los dos están bebiendo mientras van por la ruta 2 sin rumbo fijo, sin saber adonde ir. El aire que les pega en la cara (habían bajado la capota del Mercedes), la temperatura agradable y seguramente el alcohol, parece haberles sacado la hosquedad de sus rostros.
Siguen bebiendo y escuchando música hasta llegar al parador Atalaya. Paran y comen unas medialunas. Son las cuatro y media de la mañana. Luego se suben al auto, Ezequiel pone marcha atrás y saca al Mercedes un poco más rápido de lo habitual, tanto como para que chillen las llantas. El auto se estrella contra una coupe chevy estacionada detrás. Se dan vuelta para observar lo sucedido y ven la puerta de la coupe arruinada. Se miran, quizás por primera vez en la noche. Sólo se escucha el canto de los grillos. El mundo se detiene unos segundos. En sus caras de susto se reconocen pálidos y agitados. Sus corazones laten al galope. Los devuelve a la tierra un grupo de fornidos rapados que visten jeans gastados y camperas de cuerpo. Lucen tan duros como la coupe chevy. Miran a los adolescentes con sus caras desencajadas, como si les hubieran matado a un hijo. Navajas en mano inician una carrera alocada hacia el Mercedes. Con las manos sudadas y templando, Ezequiel pone primera, gira el volante todo lo que da y sale arando rumbo a la ruta. Al darse vuelta, Ramiro ve las luces largas de la coupe.
Ezequiel, producto del miedo, pisa el acelerador al máximo. Nunca habían puesto a fondo al Mercedes. Pronto dejan atrás a sus perseguidores.
Andan un rato y cuando están convencidos de que los han perdido, detienen el auto en un descampado. Ramiro baja dando saltos y gritos al cielo.
Ezequiel se acerca con la botella de whisky en la mano y le convida otro trago. Ramiro toma un sorbo profundo. Ríen. Luego se abrazan fuerte.
De nuevo en la ruta, siguen viaje hacia el sur. No piensan, no calculan, sólo se dejan llevar. Desconocen las sensaciones que están experimentando sus cuerpos y algo les dice que deben seguir hacia adelante. Ni se les pasa por la cabeza la idea de volver a sus casas. Además del susto, existe dentro de ellos una extraña sensación de libertad. Ser buscados por una banda de tipos duros, y a esta altura quizás también por la policía, y por sus padres y familiares, los hace sentir importantes como pocas veces.
Paran en una estación de servicio. Detrás, un cartel dice: “Motel”. Entran y son atendidos por una rubia de unos cuarenta y tantos años, que aún conserva su mejor arma de seducción: unas piernas largas y sensuales que luce orgullosa debajo de una mini, muy mini. Sus ojos piden aventura a gritos. Los chicos sienten el impacto y un poco acobardados se refugian en el cuarto a dormir unas horas. Cuando bajan es de noche, la rubia les ofrece un par de cervezas frías y los invita a tomar asiento en la pequeña sala de estar. Ezequiel y Ramiro se miran con miedo otra vez, claro que ahora es un miedo distinto, excitante, provocado por las piernas cruzadas de esa Sharon Stone de las pampas argentinas.
El farol a querosén les permite verse entre sombras y mientras la rubia habla sin pausa del último tipo que la abandonó, de la hija que huyó en busca de una oportunidad, y de lo sola que se siente, arma un cigarrillo de marihuana. Los chicos nunca habían fumado. Pero cuando se los ofrece, ni se les cruza por la cabeza desairar a la anfitriona y dan un par de pitadas largas como si fuera un cigarrillo común. Luchando contra la tos y con los ojos rojos, empiezan a reír sin entender bien porqué.
A la mañana siguiente despiertan en una cama de dos plazas uno a cada lado del cuerpo de la rubia. Se miran. Sus rostros lucen satisfechos. Se levantan de un salto y desayunan un pedazo de pan duro mientras comentan cada una de las acciones realizadas en el lecho de la lujuria. Cada tanto les da ganas de reír, pero se contienen para no despertar a la rubia. Están exhaustos y felices.
Dejan sobre la mesa del mostrador una nota de despedida, casi todo el dinero que llevan en los bolsillos y abren la puerta del motel, esperando volver pronto. Afuera sólo alcanzan a ver la puerta rota de la coupe antes de escuchar los disparos.

Texto agregado el 24-01-2008, y leído por 152 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-01-2008 parapetos en los cardúmenes del tipo con cachucha de los Lakers... Rancho_Mental
 
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