A Inocencia la conocí desde niña, estudiamos en el mismo colegio y en el mismo liceo. Ella era uno de esos seres que todo el mundo calificaba de rara por el solo hecho de que, generalmente, no se comportaba igual que los otros niños que vivíamos en el barrio.
Inocencia corría con nosotros por las calles de nuestro barrio, pretendiendo que mataba a nuestras famosas mariposas de los meses de abril y mayo, sólo para acompañarnos; realmente, lo hizo una sola vez: para complacernos. Sus amigos corríamos descalzos por las calles de tierra, pero ella se calzaba con zapatos de goma porque no soportaba sentir arena en la planta de sus pies. Inocencia, además, la enloquecía el sol y en una ciudad tan caliente como la nuestra para ella debió haber sido un sacrificio muy grande correr con nosotros por esas calles tan soleadas.
Cada vez que salíamos a caminar o a jugar, Inocencia cubría sus ojos con ambas manos evitando que los rayos de aquel sol - que había seleccionado a nuestra ciudad como su amante - le hirieran sus retinas. Se refugiaba en las anémicas sombras que regalaban los pocos árboles que encontrábamos en el camino y que terminaron por aceptarla como su huésped permanente porque quizás entendieron, más que nosotros -sus amigos- la desesperación que a ella le producía la pasión con la cual la quería abrazar el sol.
Los niños del barrio acostumbrábamos a jugar baseball en la calle como lo han hecho los niños de siempre, sólo que nuestros bates no eran como los de verdad, sino palos de escobas que usábamos como tal. Inocencia nunca quiso jugar con nosotros, sino que nos contemplaba desde su refugio con sus manos como sombrillas que la protegían de la luz.
Un día Inocencia llegó y en lugar de cobijarse bajo sus árboles, nos observó batear y de pronto exclamó:
- Yo bateo mejor que ustedes.
Nosotros, que siempre habíamos pensado que Inocencia era tan diferente al resto de los niños que vivíamos en el barrio, nunca hubiéramos podido imaginar que ella supiera batear. Empezamos a reírnos de lo que decía y la desafiamos a hacerlo.
Inocencia nos retó:
- ¿A que ustedes no saben batear plaquitas? - Dijo - totalmente convencida de que no sabíamos.
Plaquitas, llamábamos a las tapas de las botellas de soda, y aunque los niños de nuestros barrios se entrenaban bateando con plaquitas, nosotros hacía bastante rato que no jugábamos de esa forma porque teníamos una pelota mugrienta con la cual practicábamos.
- ¿Plaquitas? Preguntamos incrédulos.
- ¿A que no saben? Volvió a decir - ¡Es más difícil batear plaquitas que pelotas! ¿Cierto? Demandó desafiante.
No podíamos cree que alguien como Inocencia bateara, ¿y plaquitas?, menos aún. Todos los niños comenzamos a hacer bulla con nuestros gritos:
- ¡A buscar plaquitas, a buscar plaquitas! Decíamos - mientras la mirábamos tratando de intimidarla.
Después de recolectar un montón de plaquitas, nos sentamos en el suelo de tierra como si fuéramos a contemplar un juego de pelota estelar en un estadio importante del mundo. Nos burlábamos pensando que Inocencia estaba desquiciada. Sin embargo, en el fondo, todos temíamos los resultados porque a pesar de no comprender - casi nunca - de lo que ella hablaba, sabíamos que no decía tonterías. Todos deseábamos, por nuestro honor, que no pudiera batear ni una sola plaquita. Nuestro orgullo era mayor que nuestra objetividad y seguíamos gritando para atemorizarla.
- Inocencia al bate - decíamos eufóricos
- Inocencia al bate - repetíamos desquiciados.
Inocencia agarró el bate entre sus manos. De pronto, observamos como ella, a pesar de que el sol siempre la enloquecía, abría sus ojos completamente, no los cubría con sus manos; erguía todo su cuerpo como desafiándolo; y a la vez, como si con ese acto entrara en comunión con el sol. Por primera y única vez desde que la conocimos, sentimos como se entregó por completo a ese astro como si fuera a un hombre a quien amara. Mientras ella abría y cerraba los ojos, y el sol la arrullaba entre sus brazos, su cuerpo se transformaba ante nuestros ojos: su figura parecía agrandarse; sus manos en caricia con el bate lo estrujaban; su cara resplandecía de pasión como si los rayos del sol fueran los besos recibidos de aquel amante que ella nunca había aceptado; sus cabellos negros, largos y ondulados se mecían lentamente en vaivén con su cuerpo mientras se inclinaba y ponía su cuerpo en movimiento como hacen los bateadores antes de ese acto tan sagrado para ellos. Se quitó sus zapatos de goma y masajeaba suavemente el suelo; y en barrido con sus dedos, apartaba la tierra bajo sus pies. Era la primera vez que veíamos a Inocencia en contacto directo con la tierra ardiente de nuestras calles. Nosotros, hechizados ante aquel cuadro, la mirábamos incrédulos. Sellando ese momento de inspiración plena que embriagó a nuestra amiga, colocó el bate en el suelo, agarró un poco de arena y mientras la acariciaba entre sus dedos, cerró sus ojos por un solo instante y elevó su vista al cielo, terminando de saborear aquel momento mágico que había aprovechado su amante para poseerla. Luego, abrió sus ojos como si despertara de un letargo y volvió a agarrar el palo de escoba que usábamos como bate. Miró al lanzador de plaquitas. Lo observó de arriba abajo con firmeza, clavó sus ojos en la vista de éste y se acomodó en posición de bateo.
Pasado ese momento de puro encanto, los gritos comenzaron nuevamente, pero Inocencia hizo caso omiso de ellos. El mozo lanzó la primera plaquita y ella la bateó con tal fuerza que ésta se perdió en el horizonte.
- Suerte de principiante gritábamos como locos.
El chico siguió lanzando una, dos, tres veces, muchas veces, e Inocencia bateó cada plaquita lanzada. El silencio se hizo en el estadio improvisado. Nadie decía nada. Nadie respiraba. ¡Nuestro honor de bateadores había sido desafiado por una bateadora de plaquitas! Luego, preguntó:
- ¿Sé o no sé batear?
Nosotros, podríamos haber sido diferentes a ella, pero estábamos educados para reconocer las destrezas de los demás. Nos levantamos de los asientos improvisados y la aplaudimos a rabiar, gritando su nombre a todo pulmón. Inocencia nos miró, sonrió con aquella sonrisa franca que tenía y la vimos alejarse, sacudiendo los zapatos de goma con los cuales caminaba por las calles de tierra de nuestro barrio, para no ensuciar sus pies.
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