Cuando Carlos escuchó que su interrogador le dijo a un subordinado: “Este no quiere cantar, le vamos a tener que poner la camisa de los condenados” sintió que un frio unsoportable le recorría la espalda. Por primera vez en su vida sintió miedo. Miedo del verdadero. Ese miedo que nubla los pensamientos, ese miedo que hace más difícil poder respirar, ese miedo que acelera las pulsaciones del corazón hasta creer que va a explotar.
“¿Cómo llegué hasta aquí?”, pensó una vez que se resignó a aceptar su destino. O el destino que su torturador había elegido para él. No encontró una respuesta, sabía que nunca había caminado ni siquiera cerca del otro lado de la línea que divide lo que está bien de lo que está mal. Sabía que nunca había expresado sus ideas políticas a otra persona que no fuera María, su esposa. Tenía que ser un error, pero ya no importaba. Sabía que iba a morir.
Comenzó a pensar en María. Pensó en su negro y largo cabello lacio, pensó en sus ojos achinados. Recordó su generosa boca y la deseó. Lloró. Lloró al pensar que ella pudiera estar en otra sucia y oscura celda, con otro sucio y oscuro torturador. El pánico se apoderó de su cuerpo y lo hizo arrodillar. Le hizo preferir la muerte a seguir pensando en el destino de María, su hermosa esposa.
La voz de su torturador lo despertó sobresaltado: “Levantáte hijo de puta”, dijo. Comenzó a temblar de miedo, nuevamente. Sintió como alguien lo levantaba tomándolo desde atrás. La venda negra que tenía en sus ojos se corrió, pero nada pudo ver: sus ojos estaban desacostumbrados, no habían visto nada por treinta días. “Vos, ponele la camisa de los condenados y lleválo al paredón a éste zurdo de mierda”, dijo el torturador.
Alguien le dio una camisa y una orden: “Ponéte esto”. Tembloroso obedeció. Al intentar calzar su brazo izquierdo, se le escapó por una agujero de la prenda. Lo mismo que le sucedía con la camisa que llevaba puesta el dia que lo detuvieron en el ingenio donde trabajaba. Intentó nuevamente y pudo ponérsela, pero la etiqueta del cuello le picaba, igual que la camisa que llevaba puesta el dia que lo detuvieron en el ingenio donde trabajaba. “Esta no es la camisa de los condenados, esta es mi camisa”, pensó y dejó de sentir miedo. |