Su nombre fue el primero que memorizó. Sus ojos, esquivos al principio, le resultaron enigmáticos y al mismo tiempo, dulces como el almíbar. Su figura lo provocaba con cada movimiento. Su sonrisa se había impregnado en todos sus pensamientos, en todos sus sueños. Y su voz lo terminó de conquistar.
No había pasado un mes desde que la vio por primera vez y ya quería de ella más de lo que había querido de ninguna otra. Conquistarla, sabía, iba a ser una tarea poco más que complicada. Ella transmitía seguridad en cada paso, en cada exhalación. Tener a cualquier hombre a sus pies era cuestión de un simple sonar de sus dedos. Su belleza, por momentos descomunal, era la perdición de cada uno de los hombres en cuyo espectro visual aparecía.
Ella se acercaba haciendo uso de su natural y seductor contoneo. Era la oportunidad propicia para hablarle.Tenía que atraverse, pero el demonio de la timidez lo azotó, como lo azotaba desde que tenía uso de razón. Miró directamente a los ojos de ella y anheló saber, una vez más, que había detrás de esas hermosas gemas, llenas de brillo y de misterio.
Su corazón intentaba escaparse del tórax cuando amagó a hablar, pero el nudo que tenía en la garganta estaba demasiado tenso. Excepto ella, nadie alrededor pareció darse cuenta de su infortunio. Con una mueca en la comisura de sus labios se acercó a él, tomó su cara con sus cálidas manos y lo besó. Sus ojos se cerraron.
Transcurrieron tres segundos, ó diez, ó quizás sesenta. El nunca lo supo. Lo que sí supo, un segundo antes de morir, fue lo que escondían esos hermosos ojos de color otoño. |