La hoja de papel se pasea desnuda frente a mí, se insinúa descarada, hermosamente blanca. En las yemas de mis dedos puedo sentir su piel limpia, que se extiende y me deja ver todo ese amplio espacio, todo ese bosque virgen para ser recorrido… me atrae hacia ella y me susurra al oído que en su cuerpo caben todas las palabras del mundo, que está allí para mi, esperando porque derrame mi tinta empapando su porosa superficie…
Mientras tanto una multitud de palabras, millones de ellas, se enredan entre sí. Anudadas, comprimidas a más no poder, tiñen de negro el alma de mi lapicero, que me señala con su punta indicándome que soy yo el que puede liberar todas las letras que se agolpan dentro de él.
Pero esta noche, por más que lo intento, no logro descifrar las mágicas combinaciones que liberan los cerrojos, y mi mano es impotente a pesar del deseo de dejar mi marca entre tanta blancura… Una y otra vez dejo rodar la punta de mi pluma desperdiciando tinta, tinta que pudo ser palabra.
Buscando respuestas reviso en el pasado, en aquellos tiempos en los que escribir era casi un signo vital. Cuando era así como sudar historias que brotaban solas desde mis poros e iban rodando piel abajo hasta llegar a la punta de mi lápiz. Me recuerdo encerrado en mi cuarto, o sentado en un parque, o tomando una cerveza en un bar mientras terminaba la última página de mí cuento. Me recuerdo en miles de situaciones diferentes, pero en todas me recuerdo sólo, cubierto de ese toque bohemio y nostálgico que nos inventamos cuando nadie nos hace compañía. Entonces asocio una cosa con la otra, e infiero que escribir es (al menos para mí), el residuo de esta relación entre la soledad y yo.
Los tiempos cambian. Corrijo, mi tiempo ha cambiado. Mientras hilvano unas líneas me he detenido unos minutos para revisar la tarea de mi niña. Para conversar con mi muchacho, que con diez años sigue empeñado en adelantar su adolescencia. Otras veces ha sido para comer en familia (diría mi mamá “como Dios manda”)… Y esta situación, lejos de molestarme, me agrada. Tanto que entregaría gustoso cada letra que no he escrito a cambio de una caricia de mi mujer, de un juego de barbies con mi niña o de un capítulo de Naruto en la cama junto a mi muchacho.
Evoluciono, me vuelvo más de éste mundo, o este mundo me hace más suyo. Y si me descuido la escritura se diluye en esta metamorfosis. Pero no quiero que suceda, porque mirando alrededor, encuentro millares de causas, millones de historias escondidas en lo cotidiano. Es que por real, este mundo es definitivamente más humano.
Así que hoy empuño mi pluma nuevamente, y le imprimo un nuevo movimiento a mi muñeca. Que danza entre los mortales a un nuevo ritmo, menos triste, menos nostálgico. Quiera Dios que marcado por las cosas hermosas con las que día a día la vida me bendice…
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