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Los codos sobre la barra, sus yemas masajeaban su cabeza y prácticamente mis ojos clavados en ella. En ella fácilmente era volver a ver a Virginia, su misma actitud, su original depresión, su misma postura sobre las mesas.
Prendía un cigarrillo y bebía de su copa, desfogada, padecía de aquellos vilipendios mentales, tales veces producto de la conciencia, los testarudos arrepentimientos, otras tantas de las huellas desalmadas que va estampando el destino; pero cabe aclarar, son depresiones pasivas, extrínsecas, no atropellan el ambiente, salvo mi curiosidad, que se sumerge torpemente en las emociones ajenas.

Éramos cerca de seis personas en aquel bar, una chica esperando su pareja que salía del baño, mientras tanto yo pedía más y más cerveza. Generalmente concurro los bares más silenciosos, que permitan conversar, bien sea en compañía, o bien con el silencio, evito con frecuencia conquistar princesas en lugares como estos, entré de la misma manera en que suponía me iría también, es mi estado y es mi estilo, sólo, jodídamente sólo.
Realmente no tengo explicación franca o al menos creíble para comentar la coincidencia, hace tres años exactamente, en la misma silla junto a la barra, vi por primera vez el semblante rostro de Virginia, el mismo día tuve la fortuna de conocerla, con la misma inclinación de sus brazos en la barra y el mismo estado de depresión y melancolía de ésta mujer.

Otra persona para mi sin importancia leía un libro de cuentos del conocido autor francés Letüard, vestía unos lentes de bastante aumento y su camisa a rayas interpretaba su estilo de vida, tenía en su mesa un vaso con soda y casi me parecía ridículo.
Entre otras era un hombre sano que sabía lo que hacia, demasiado ingenuo como para platicar con él. Su lectura iba sobre la mitad del libro, un libro que tuve la oportunidad de leer cuidadosamente, cuento por cuento, analizando desde la relación del contenido hasta la más cuidadosa sintaxis del titulo, también reconocía que un bar no era el lugar preciso para hacerlo, Letüard es literatura insondable, merece un silencio absoluto.

Su apariencia me sugería no tomarlo en cuenta, por eso ubique mi mirada en la mujer de la barra, tenia cerca de veinte dos años, cabello rizado claro y unas de las prohibidas flores marchitas de Baudelaire en sus manos, era su tesoro y para mí era ver la misma Virginia cuidando uno de los textos que más apreciaba, en el que más se sumergía para alimentar su inconformismo.

Virginia me dejó hace poco más de dos años y entiendo forzosamente que no volverá su visita sobre mi vida, sufrió absurdamente más que muchos, mas que yo, fue violada cuando niña, se traumatizó en vida tan desesperadamente que yo reconocía al salir con ella que despreciaba con mal gusto mis caricias, bajaba de nuevo mi brazo a la cintura cuando pretendía tocarla, para mi era como compartirla, realmente la quería, casi de la misma manera que la sigo amando ahora.
Nunca le habría hecho daño, tuve de distintas maneras que ganarme su confianza, -muchos hombres me lo deben agradecer- porque su cambio fue considerable, asistía a reuniones, salía a bailar y muchas otras cosas que en verdad se merecía, aunque para ella las reuniones siempre le fueron ajenas, “alma soledosa” se bautizó a sí misma.

Abrió las puertas de su corazón justamente conmigo, acaricié su ínfima parte del alma que me le ensuciaron con abusos, le seque las lagrimas que muchas otras veces se las secó ella misma encerrada en su cuarto, sin nadie que la entendiera, que la escuchara o que la aconsejara, ensimismada enteramente como sólo lo podía hacer mi amada poetiza.

En cierta parte me siento contento de haber sido yo la única persona que pudo compartirla, que pudo saciarse de la locura de sus besos, su manera creativa de resolver los problemas,
-esas son cosas que no soy capaz de olvidar- tan valiosas como impecables.

Entró al poco tiempo un hombre de gabán negro, zapatos charolados y también, bajo su brazo, una novela rusa, la noche se tornaba inexplicable, casi sospechosa, eran muchas las cosas en que pensar, la actitud de las parejas que me recordaban cual solitario me encuentro, el joven mal vestido que leía Letüard, el otro hombre que acababa de entrar, muy bien vestido y por supuesto bien parecido, a lo mejor la mujer de la barra estaría citada con él, por cierto, esa chica, su extraña manera de hacer vivir el recuerdo de Virginia, su estado tan idéntico, la misma mirada cortada de hace tres años, era quien realmente me estaba trizando uno a uno los pensamientos.

Hay un detalle tan inexplicable como forzoso de creer sobre Virginia, es éste momento preciso en que aún no logro entenderlo, recuerdo cuando empezamos la relación, por supuesto era muy tímida y nerviosa, casi la tomaba como inocente, pero cuando realmente se destapó y tomó confianza,
-¡que dios me perdone!- era espectacular su siniestro ritual cuando compartíamos el cuerpo, se desencadenaba una manera distinta e inimitable de rozar los fríos muslos míos, la inclinación de su espalda jugando en complemento con los blancos brillos que entraban por la ventana, un claro oscuro de luces empapados en la humedad que ella destilaba.
Nuevamente, como todo en ella, las cosas siempre impredecibles, su acto sexual no terminaba ahí, finalizaba con una sutil manera de dejarme perplejo, mientras yo saciado me encontraba postrado y fundido, ella se levantaba, frente a frente con el amanecer intruso por la ventana, y en medio de su limpia desnudez se sentaba a leer, -¿acaso tenía sentido?- pues para ella si, lo tenia bastante, así como ver nuestro sudor durmiendo en las sabanas, afirmaba que es la única manera de lograr entender la verdadera poesía, ningún verso por su tangencial estructura o estilo, puede llegar a ser concebido por el alma, sin estar recién salido del éxtasis y lo sublime.

-No creo en el sexo, mi fe es la poesía- decía. Me maravillaba tanto con ella, sus frases justas y exactas, su mente pendulando entre fantasía y miserableza, sus palabras muchas veces frías y concretas. Me estaba convirtiendo silenciosamente en su fanático, era de esas mujeres con las que no funcionaban mucho los comportamientos empíricos, cada uno de sus cambios desconcertantes -aseguro por mi parte-, eran todos lentamente premeditados, es de esas mujeres con las que uno sueña tenerlas como anfitrionas en casa, pero para siempre y tener hijos con ella, y envejecer en el mismo regazo y si no es muy utópico: compartir unánime su habitad quimérico.

-Al fin y al cabo, si le invitara a un trago no se negaría- pensé.

Volvió a maldecir en vos baja, para si misma, sacó la servilleta que usaba como seguidor de lectura, escribió unas palabras, cinco o siete letras, acaso un nombre, quizás (maldito) y procedió con el fuego de un velón a chamuscarla (como queriendo sádicamente desaparecerla, pero ella sabe que no puede), el olor a papel consumido y la intención soberbia de ella no serenaba ni mi intriga, vale menos nombrar su estado.

Resultaría ajeno pensar que sean la misma, para mis adentros no cabe duda que es ella, pero para su prima Irene, “el juaco Leo”, Sergio o hasta la supersticiosa de Silvana dudarían de tan efímero argumento, tal vez porque realmente no la conocían, no mejor que yo por lo menos…. Es imposible negar la presencia de Virginia en esa silla, casi profano e inaudito desmentir que es ella.

Taqué nuevamente la boquilla de la pipa, aunque muy joven, papá me enseño como usarla, como tragar la medida exacta de humo y como votar la bocanada que restaba de manera uniforme, pedí otra cerveza y distraje un poco la obviedad, pensaba ¿qué rayos estaría imaginando el joven junto a mi cuando besa la chica? ¿Sí estaría igualmente enamorado?, porque ella si lo está, noto cuando alguien ama, cuando se ama de verdad, no es complicado distinguirlo, porque un verdadero enamorado no besa, escribe con los labios.

También está el otro hombre, ¿Qué hará un hombre tan elegante en un bar como este? , el sitio no es menesteroso, tampoco delicado y primoroso, pero el sector es aislado de oficinas citadinas, hay únicamente manzanas redondas de casas blanquecinas y al costado, recién a la esquina, esta este lugar, cobijado por la particular penumbra de la noche, la opaca tibieza de una tasca de barrio, los clásicos sonoros de los gauchos y andaluces, el rock suave que recuerda cómo empezó a parir una nueva generación, más liberal y heterogénea, más permisiva y callejera, más acoplada a los gustos de Virginia.

También es misterioso el joven Letüard, tiene la piel mestiza de la historia, su camisa a cuadros habla por las guerras escocesas, su miopía es inherente a la definida manera en que ve la vida, pero también tiene una rijosa presencia, sumisa de lentes para afuera, despreciable y espesa por dentro, silenciosamente peligroso, -de quien más deje ridiculizarse, cuídate la espalda, porque aquellos no gustan del silencio, pero sí aborrecen al locuaz- aseguraba Virginia,
¿Para que demonios tanta sabiduría, me pregunto, si a la hora de encarar un problema directo y de golpe, se desespera explosivamente en una soledad que de nada aporta?

Interrumpió la lectura el joven, cerró el libro dejando el dedo para no perder la pagina, me miró aguardando que yo le permitiera seguir la lectura, desvié efectivamente mi vista hacia el cuadro de enfrente, detrás de la pareja, el cuadro plasmaba el rostro de un niño, quizás un indio negro, posado sobre desperdicios metálicos, el pequeño llora enloquecido, su gesto desgarra el corazón de cualquier humano (mientras este tenga piedad aún), detrás de su cráneo su mismo rostro, en iguales condiciones es quien prolonga el quejido, el niño es parido por el dolor de las entrañas - El eco de una queja, (1937)- dice el hombre ejecutivo y bien vestido, -David Alfaro Sequeiros, pintor mejicano del siglo pasado, desgarradora la imagen, ¿no le parece?-
-sí, claro que sí- le respondí, realmente el hombre sabia de arte, especialmente de pintura, mi ignorancia era amplia y la intención del señor por dialogar no me apetecía, le hice un gesto amable pero tajante, la risa irónica habitual del tajonzazo y seguí contemplando la imagen. Al fondo en la barra se escuchaba el redoblar de los dedos de Virginia (nombre que la identifica mejor) contra la tapia de madera, la servilleta no se quemó por completo, estaba arrugada en medio de las colillas del cenicero y su trago estaba por acabarse. –Momento preciso- creí.

En un impulso caminé hacia ella, le pregunté si la podía acompañar con un trago y no suscitó sonido alguno, volví a preguntar y de nuevo me castigo con un hondo silencio, no entendía hasta hoy; el por qué no me hablaba, estaba ausente de mis palabras, quizás las oía pero no podría contestarme, entonces creí que debía dejarla sola, supuse que si tanto parecido tenía con Virginia, sus comportamientos debían de ser similares y no había cosa más peligrosa que insistirle cuando no estaba dispuesta, cuando Virginia no hablaba decía muchos más mensajes que abriendo la boca.

Lo que sucedió siguiente, no es más admisible, -ni aún para mí-. Entré al baño, fueron dos o tres minutos, probablemente menos, desde el pequeño cuartito escuché el penumbroso silencio del bar, como un golpe de humo se acalló totalmente el sitio, no había ni música, ni el redoblar de los dedos de la nueva Virginia, ni las fricciones y risas de la pareja, ni las copas, ni el pasar de pagina del libro de Letüard, ni el viento, ni nada. Un único mutismo, silencioso, mágico y misterioso, cuando salí, efectivamente, no había ninguna pareja sentada, no estaba ni el cuadro, ni el hombre culto contemplándolo, rápidamente miré la barra para aliviar la sensación que Virginia no me había abandonado dos veces, tampoco estaban allí posados sus codos, sus pensamientos, su indispensable libro de poesía, también se había ido el joven lector apacible de Letüard, ese joven ridículo que no sabia vestirse había desaparecido junto con los demás, junto con la presencia de Virginia, junto con mi esperanza de recuperarla… batí desenfrenadamente la cabeza, la sensación inmediata fue mirarme las manos, apretar los puños para clavarme las uñas en la carne, siquiera confirmar que yo estaba realmente vivo. Mis ojos, debieron haber visto mis ojos perplejos, mis ojos sin entender nada en absoluto, un grito prolongado en mi vientre que jamás se escuchó, la boca me la cerró el pánico, sentí un doloroso estremecimiento del alma, justamente como el cuadro, el eco de una queja, queja imparable, desasosiego, eso se siente, el miedo en tragedia quejándose inquieto.

Volví a mirar la Tasca para asegurarme y de nuevo confirmar que no había nadie más que yo y el cantinero, mis botellas de cervezas sí estaban sobre la mesa, también estaban vacías, pero todos saben que esto no es producto del licor, ni la embriaguez me trastornaría tanto los recuerdos, ni la habría hecho parecer tan viva…

Salí del bar en el estado que menos hubiera querido para esa noche, realmente confundido y sin convencerme que lo sucedido no era cierto, ahora los amigos de ella mucho menos me creerían, hasta yo mismo difícilmente lo entiendo, pero al ir un par de cuadras, todavía con tantos pensamientos inconclusos, sentí que faltaba algo, un detalle se me escapaba y giré de nuevo hacia el bar, las manos me sudaban y las angustia de volver a corregirme se convertían en un malestar escandaloso e insoportable, regresé y fui directo hacia la barra, sobre la tapia estaba el cenicero, con las colillas apelmazadas y en medio la servilleta quemada en las puntas, la abrí y ciertamente confirmé que eran entre cinco o siete letras las que estaban escritas, la palabra no resuelve la duda, porque es casi inexplicable aquel “retorno”, ensayaría cuantas veces fuera posible y no lograría que se repitiera de la misma forma la misma experiencia, ver el reflejo de Virginia y su existencia anterior, es imposible, ya basta porque hay un jamás infinito, un –nunca más- de malhechor cuervo.

En aquellos intentos me he preguntado, si verdaderamente el tiempo existe, casi me acerco a concluir que es una especie de brisa que asciende progresivamente, lo que no descarta que tienda a devolverse, tal ves para un mejor impulso, tal ves para lo que hizo conmigo.
Sentir la sensación de un reflejo en un espejo, solo que la imagen llega al rato, porque la inmediatez casi siempre aniquila el encanto y en esos segundos, milésimas de segundo, una ínfima parte de tiempo es que sucede mi historia, antes que llegue el reflejo, cercano a la imagen de Virginia, me encuentro en un bar volviendo a vivir lo que destila Virginia, repitiéndola.

La palabra escrita, la misma de la servilleta, esa misma la tengo guardada, como una pagina sagrada de un libro sagrado, como un secreto que Virginia me contó para tratar de darme alguna respuesta, cada letra allí grabada algo tendrá de cierto. « Déjà vu »: el venerable misterio a mí legado en una servilleta quemada en las puntas, la servilleta que ella usaba como guía para su más sagrado tesoro: su libro de poesía, en francés, tan sagrado y tan maldito.

No se si peque por falaz o excluyente, mas me atrevo a asegurar que toda su vida, con todos sus matices imperfectos, lívidos algunos, otros apasionantes y enigmáticos; caben en una sola palabra, -“Poesia”-, si quizás exista una mejor, algún día, en el semblante de alguna tarde, por simplona que sea, esperaré impaciente encontrarla, para saciar tantos actos en un único recuerdo, un solo concepto que valga eternamente para tenerla presente, en la florida vida de la muerte, en las butacas lejanas y ausentes o inmarcesible en mis palabras …. En el sublime espacio que posee en mi mente y no volver a repetir: Nuevamente adiós Virginia, porque cómo duele.

Texto agregado el 05-04-2004, y leído por 354 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-09-2004 el texto esta muy bien elaborado, las cadencias y acotaciones son correctas, es muy jalador el comienzo y el relato lo lleva a uno, lastima que hay un cambio muy abrupto de una parte del texto a la otra pero igual otro gran texto. julian2182
 
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