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Cierto día, dos jóvenes aspirantes a Caballeros de la Corona ingresaron a la tienda del maestro forjador de la Ciudad. A pesar de sus largos años y su entrelazada barba blanca, en contraste con su notoria calvicie, el Artesano jamás había podido ser superado en sus habilidades por ningún otro joven forjador o herrero de todo el Reino. Sus manchadas manos se conservaban firmes y seguras, al igual que sus brazos, y su vista era tan perfecta como la de cualquier águila.

Ambos jóvenes eran casi totalmente diferentes el uno del otro. El primero, de blanca tez, cabellos color castaño claro, ojos azules, de alta figura y sonrisa reluciente, venía acompañado de dos sirvientes que portaban las riquezas de su Padre y la brillante armadura de oro y plata que le fuese regalada y destinada desde el minuto que nació en adelante. Con menosprecio observó las distintas armaduras forjadas por el herrero, y rió al ver las abolladuras de algunas en proceso de reparación así como la pobre vestimenta del artesano, comparándolas con sus vestimentas hiladas en seda e hilos de oro.

El otro joven, si bien de la misma estatura que el primero, era casi diametralmente opuesto a su congénere. De oscuros cabellos negros, brillosos pero algo húmedos por la transpiración del trabajo arduo, de pardos ojos brillosos, tez trigueña mezcla de las largas horas al sol y de la misma tierra que levantaba al caminar o portar cargas sobre sus hombros, vestía ropas comunes de todos los habitantes del lugar; en sus manos se apreciaban cicatrices obtenidas, probablemente, en sus largos entrenamientos y trabajos cotidianos, y su sonrisa, si bien alegre, era opacada por completo con las resplandecientes vestimentas y joyas del refinado joven que entrara a la tienda junto con él. Sobre sus hombros, llevaba un enorme saco de apariencia muy pesada y desgastada.

Colocándose dos guantes de seda antes de posar las manos sobre el mesón, el primer muchacho clamó por el herrero.

-¡Hombre, ven aquí! –le ordenó al anciano, llamándolo con una seña de la mano.
-Dígame, Señor, en que puedo servirle –replicó el artesano.

Con otra seña, ordenó a uno de sus pajes cubrir el mesón de madera con una tela roja de suave contextura, y sobre ella, la reluciente armadura.

-Quiero que perfecciones mi armadura, anciano. Quiero que la hagas más hermosa aún de lo que ya es, y que grabes en ella el escudo de armas de mi familia, en oro.
-Carezco de dicho material, mi Señor –respondió el anciano- mas puedo ofreceros un endurecimiento de sus capas y un refortalecimiento para una mejor defensa –concluyó, sonriendo.
-¿Defensa? ¿Endurecimiento? ¡JA! –rió el muchacho, estallando en una carcajada- No necesito de semejantes cosas, anciano… nadie ha tocado mi armadura con su espada, y aun si pudiera hacerlo, se destrozaría en mil astillas antes de herirme o causarme algún tipo de daño. Solo me interesa que mi armadura sea tan hermosa como yo merezco que lo sea, y que el nombre de mi familia sea visto por todos los presentes, pues mañana es seguro que seré parte de la Elite de Caballeros de la Corona.
-Pero, mi Señor, si me permite…
-No te permito nada –interrumpió el pequeño aristócrata- Haz lo que te ordeno y nada más. Si deseara tu opinión, te la pediría.

Uno de los pajes entregó al anciano una caja tallada de madera de roble con barras de oro puro dentro de ella. El anciano llevó la armadura a su taller junto con las barras de oro, y trabajó por largas horas en la confección del grabado solicitado por el joven, quien a cada instante lo apuraba y exigía rapidez en el trabajo. Dos horas más tarde, el anciano salió con la armadura finalizada, con una enorme águila dorada en el pecho de la armadura. A simple vista, parecía como si un pequeño sol hubiera salido de aquel taller.

-Hummm… decente –dijo el joven-. Te daré 1000 oros por tu tiempo, anciano, a pesar de que tardaste demasiado y no debería pagarte más de 400 oros, pero soy bondadoso y te permitiré comer mejor una vez en tu vida, más que sea.

El anciano recibió la paga, mientras el joven de oscuros cabellos observó como el anciano cubría con su cuerpo una lista de precios colgada en el muro, donde podía apreciarse claramente el valor de su trabajo realizado: 3000 oros, demora 3 días. El acaudalado muchacho ordenó a sus sirvientes coger la armadura y la tela roja, y se retiraron del lugar, no sin antes mirar casi como a un perro callejero al humilde espadachín que aguardaba su turno. Guardando los oros recibidos por su trabajo, el anciano observó al humilde muchacho dudar en acercarse a él o retirarse del lugar directamente.

-¿Qué sucede, joven amigo? ¿Tienes trabajo para mi?

El joven titubeó, antes de responder.

-Mis respetos, honorable maestro herrero… Vine aquí con la intención de solicitarle vuestra ayuda y servicios en pos de reparar y fortalecer mi armadura y espada, pues también debo enfrentar el combate final para la selección de los Caballeros de la Corona, y me temo que ambas están muy desgastadas luego del largo proceso de evaluación que esto ha requerido y los combates enfrentados en los viajes de casa a palacio y viceversa, además de no poseer un buen lugar donde guardarle a salvo de golpes y abolladuras.
-¿Y entonces, por que no me presentas tu armadura y tu espada, joven señor? –preguntó el anciano
-Pues, he visto como cubrió sus honorarios de la vista de su anterior cliente, y me temo que no poseo ni llegaré a poseer el dinero para honrar vuestro trabajo, ni para cubrir los materiales necesarios para dicha labor, mi Señor… -respondió el joven con profunda tristeza y resignación.

El anciano tomó de entre sus cosas un pequeño escobillón de mano y quitó el polvo que había sobre el mesón.

-Coloca tu armadura y tu espada aquí, jovencito –le sonrió- quisiera observarlas, si me lo permites.

El espadachín puso el saco sobre el mesón del artesano y lo desató con sumo cuidado, evitando que sus desgastadas telas se rasgaran al desatarlas mal o demasiado fuertemente. Dentro del saco, una armadura plateada, algo opaca de polvo y desgaste, y con una serie de abolladuras por doquier era presentada, junto con una espada cuyo filo se encontraba dentado e imperfecto, aun con restos de metal en su hoja, probablemente de alguna que otra armadura que combatiera en manos del guerrero. Tanto la armadura como la espada poseían, casi difuso, el emblema de un león rugiente, desteñido y casi imperceptible para quien no se fijara en un detalle tan sutil como aquel.

-¿De cuanto dinero dispones, hijo? –preguntó el anciano.
-Solo poseo 600 oros, mi Señor –respondió el muchacho, con los ojos algo brillosos y los dientes apretados por la impotencia de no poder regresar a casa honrando el esfuerzo de sus padres por proveerle de una armadura tan resistente y un arma de tal calidad, y de además tenerlas en aquel estado tan deplorable.
-¿Qué es lo que tienes en tus muñecas, hijo? –preguntó nuevamente el anciano, señalando dos especies de muñequeras metálicas que portaba el joven.
-Son un regalo de mi Padre, mi Señor –respondió- A falta de un escudo, y con el fin de no dañar en demasía mi espada, utilizo mis muñecas para protegerme de algunos embates a la hora de combatir.
-¿Y aquel pectoral y vuestras rodilleras y botas?
-Mi madre forjó estas piezas, mi Señor, con el fin de proteger mi cuerpo del ataque de las bestias y de posibles ladrones que encontrara en mi camino. Fundió joyas y bienes de su familia con el fin de proveerme de protección y seguridad en mi camino.
-¿Y el puñal en tu cinto?
-Es un regalo hecho por mis amigos en general, venerable señor –sonrió el joven, quitándolo de su cintura- con el fruto de su trabajo consiguieron comprarme esta arma por si llegaba a necesitarla en mi travesía, tanto para defenderme como para alimentarme (en la caza, por ejemplo) y para sentirme siempre acompañado y apoyado por ellos y ellas, en cada paso que daría en mi caminar.

El anciano sonrió, y observó una particular pieza que pendía del cuello del jóven.

-Que bello pendiente posees –sonrió- ¿Podría verlo, también?

El muchacho se quitó su pendiente y lo posó sobre las manos del anciano, que observó nuevamente al león rugiendo que viera casi desteñido en la armadura y la hoja de la espada. El muchacho observaba su armadura, su espada, el puñal y sus protecciones con notorio cariño y aprecio, llevando en ellas a sus seres queridos.

-Muchacho –llamó el anciano- He decidido reparar tu armadura
-Pero, mi Señor, no puedo pagar lo que merece tu trabajo…
-Tomaré el oro que traes, pues debo alimentarme y cuidar la herrería, mas necesitaré pedirte algo más para poder terminar mi trabajo.
-Dígame, le escucho atentamente.
-Necesitaré de tus muñequeras, tu peto, tus rodilleras y botas, así como tu puñal, e incluso tu pendiente… Por lo que observo, son del material necesario para poder realizar mi trabajo.

El joven espadachín observó todas sus piezas, y su querido pendiente, regalo de sus padres, y un par de lágrimas corrieron por sus ojos. Dudó, largos momentos, ante la atenta mirada del anciano, y finalmente, aún con los ojos enjugados en lágrimas, asintió con su rostro a la petición del anciano, quien extendió un pañuelo a su cliente y se llevó las piezas a su taller. Trabajó en ellas por casi cuatro horas, mientras el joven observaba sus distintas creaciones y sacudía aquellas cubiertas por algo de polvo, como forma de compensar el aún insuficiente pago (según su punto de vista) en compensación del trabajo que realizaba el anciano.

Cuando las cuatro horas concluyeron, el anciano salió de su taller, con la frente sudorosa y sus mejillas enrojecidas, producto del calor con el que calentaba los materiales al fundirlos y luego fusionarlos con la armadura y la espada. Las puso sobre el mesón cubiertas con una antigua capa carmesí de borde dorado, y ante la sorprendida mirada del espadachín, una reluciente armadura plateada, con el León Rugiente tallado cuidadosamente en todo su frente, iluminaba todas las piezas en los estantes de la tienda, a la vez que desde sus renovadas hombreras pendía ahora la larga capa carmesí que antes cubría la armadura; a su lado, dentro de una cuidadosamente pulida vaina de bordes dorados y cubierta de plata encontró su espada, de pulida y reluciente hoja y de ahora dorada empuñadura, clamando por ser portada. Parecía más liviana que nunca, y más dócil que una pluma, y en cada movimiento el león tallado parecía realizar un rugido que quedaba dibujado en una estela ante los ojos del anciano y del guerrero.

-Jamás podré pagar en su totalidad todo cuanto ha hecho por mi, mi buen Señor –tartamudeó el joven, notablemente emocionado-; me ha honrado con un trabajo perfectamente realizado y mucho más allá de lo que yo le he pagado.
-Un momento –dijo el anciano, y sacó de su bolsillo un pequeño saquito carmesí, similar a la capa que ahora poseía la armadura, y dentro de este sacó el pendiente que el joven le entregara. La figura del León ahora estaba cubierta de oro, y en su centro, una pequeña gema roja había sido anexada, como un regalo del artesano al joven guerrero.

-El otro muchacho me proveyó de tanto oro que estaba seguro no me pagaría lo que debía pagarme, y por ende guardé algo del oro sobrante para un trabajo que mereciera dicho honor.

Estrechando las manos del artesano, el joven guerrero se retiró con su armadura envuelta nuevamente en su saco, y se dirigió rápidamente a la Caballería del Castillo, donde pasaría su última noche antes del enfrentamiento final. Durante la noche, el humilde espadachín se dio un baño, oró por sus seres queridos y agradeció la oportunidad recibida, para luego irse a dormir.

A la mañana siguiente, el coliseo local estaba repleto, pues ya se habían librado 7 de los 8 combates para elegir a los 8 nuevos integrantes de la Orden de los Caballeros de la Corona. Se rumoreaba que el último combate era casi como arrojar a un esclavo a los leones, pues uno de los postulantes era un conocido gran guerrero hijo de nobles de gran importancia en la aristocracia local, y el otro un simple pueblerino de las afueras de la ciudad. De ambos extremos del coliseo, emergieron las dos figuras; el aristócrata sorprendió a todos con su espectacular armadura de oro y el tallado del águila con sus alas extendidas, mientras que por el otro lado el pueblerino sorprendió a todos con su reluciente armadura de plata y el león rugiente en su pecho. Su larga capa carmesí flotaba en el viento casi rozando el suelo, pero sin llegar a hacerlo. Un Soldado Real los juntó en el centro de la arena, y explicó las reglas del combate: el primero en quedar desarmado e indefenso, perdería la prueba, y no era permitido causar daño mortal al adversario.

-El pueblerino pierde –rió uno de los espectadores- ¡Apuesto 2000 monedas de oro a ello!
-Nadie te va a apostar –rió su compañero- es evidente que el ricachón vencerá…
-Yo le apuesto, joven –interrumpió una anciana voz, colocando los 2000 oros junto a los apostados por el confiado espectador.
-¿Estas seguro, viejo? –Rieron los presentes- No quiero abusar de un ingenuo como tú…
-¿Teme perder la apuesta, buen señor? –respondió el anciano herrero
-¡JAMÁS! –bufó el hombre, y estrecharon las manos en señal de cierre de la apuesta.

En la arena, el combate comenzaba. Ambas espadas relucían al sol del mediodía, y el León se lanzó en fervoroso ataque contra su rival, que esquivó sus primeras estocadas con notoria facilidad, y sin siquiera utilizar su espada para ello. Cada vez que evadía un ataque el Águila reía, burlándose de su rival, y le respondía con una estocada que dañara sus brazos, sus manos e incluso parte de su rostro.

-Está perdido, anciano –sentenciaba sarcásticamente el apostador

El Águila comenzó su ataque, y el León se defendió con maestría, sorprendiendo a su rival y la audiencia en general. El Águila atacó una y otra vez a la reluciente armadura plateada, y esta reflejó sus ataques por completo, sin recibir rasguño o daño alguno, y a la vez dañando parte de la hoja enemiga. La capa carmesí del León danzaba en compañía de su portador, y su espada comenzó a repeler los ataques enemigos, tornándose cada vez más ágiles y mejores sus contraataques y luego sus embates. El Águila dorada tallada en el pecho de la armadura comenzó a mostrar pequeñas grietas en su dorada estructura, y los ojos temerosos del espadachín aristócrata se tornaron estáticos y su piel pálida, del temor a recibir una estocada que le dañara físicamente. El León, rugido tras rugido de su espada, comenzó a destrozar con sus golpes la reluciente armadura dorada y quitándole su brillo a cada momento, mientras el Águila retrocedía paso a paso inclusive llegando a tropezar. Desesperado, lanzo golpes al corazón, los flancos y las piernas del León, mas su armadura supo proteger lealmente a su portador, y lo más que obtuvo su contendor fueron leves chispazos producto del golpe entre el metal y la hoja de la espada.

-¿Pero que demonios? –exclamó el apostador
-Tu opción jamás ganará –dijo el anciano, confiado y sonriente
-¿De que habla, viejo loco? ¡Es un simple pueblerino!
-Va mucho más allá de eso, buen señor –sonrió el artesano.

“No es una cosa de técnica, de fuerza ni tampoco de diferencia de habilidad. Ambos son guerreros capacitados y fuertes, y poseen gran técnica y fortaleza, mas existe un abismo que los separa y que es lo que, desde su comienzo, determinó el final de esta batalla: la experiencia. El joven de familia acaudalada posee todo cuando ha querido tener y no ha debido enfrentarse a las dificultades de la vida pues su familia ha podido cubrir sus deseos y necesidades a la perfección y en su totalidad, inclusive proporcionándole lacayos que se encarguen de sus tareas básicas o de su cotidiano andar, por lo que este solo ha debido dedicarse a disfrutar de las riquezas familiares sin tener que por sus objetivos trabajar.

“Por su parte, el joven pueblerino carece de aquella riqueza material, y sus bienes no son más que aquellos que portaba cuando me conoció: una armadura vieja, abollada, una espada desgastada, un puñal de segunda mano hecho por aficionados y una pseudo-armadura que no resistiría jamás el embate de una buena espada o la mordida de un fiero animal. Pero todos ellos, junto con el pendiente en su cuello, poseen algo más que simple valor material: poseen experiencia, afecto, cariño, apoyo, amor, compañía, protección, esfuerzo, fracaso, tristeza, amargura, frustración, derrota, superación, lealtad, alegría, incondicionalidad; en otras palabras, poseen experiencias de vida, crecimiento real, poseen el saberse acompañado, querido y respaldado y poseen también la fuerza que da el caer y volverse a levantar. Poseen algo que el pequeño burgués jamás ha llegado a conocer: humildad, perseverancia, esfuerzo y tenacidad.

“Cuando el muchacho llegó a mi tienda, su humildad le llevó incluso a pensar en retirarse por no poder pagar mis honorarios para poder trabajar. A diferencia de él, el joven de gran fortuna me ordenó como si fuera un lacayo suyo e ignoró mis sugerencias, confiado en que, como con todo, volvería a ganar sin tener por nada que llegarse a esforzar, e incluso se dio la libertad de menospreciar mi trabajo y pagar mucho menos de su valor real. El otro, en cambio, a quien pedí los regalos que le otorgaran sus seres queridos, dudó y titubeó antes de responder, pero consideró que su paga sería muy poca y era lo menos que podía aportar, por lo que finalmente, luego de vacilar, accedió a entregarlas a mis manos, sin tener por que confiar en mi.”

-¡Eso no explica el por qué de que su armadura y su espada sean tan resistentes, viejo! –se quejó el apostador
-Estás equivocado –respondió el anciano- lo explica por completo; en su espada no solo está su fuerza, también forjé su perseverancia, experiencia, frustración y superación, además de sus tristezas y luego alegrías que le hicieron levantarse una y otra vez; y en su armadura, forje la protección, guía, cariño y preocupación de sus padres, el apoyo incondicional de sus amigos y seres queridos, su coraje y su tesón; y finalmente, en el centro de su armadura, tallé ese León Dorado, que representa su mayor fortaleza: su corazón aliado a su razón, y el amor que por sus sueños y seres queridos el mismo forjó en su interior.

En la arena, el rugido del León, mordía finalmente las garras del águila, destrozándola en millares de astillas y dejando la espada solo como una empuñadura con un trozo de hoja aún inserta en ella. La antes reluciente armadura se encontraba totalmente agrietada, al borde de convertirse en polvo y chatarra que casi perdía cualquier tipo de valor. La expresión del águila estaba paralizada por el miedo y el terror de la derrota, la inexperiencia y el dolor, emociones y sentimientos desconocidos por el joven hasta el día de hoy. Por su parte, el León cuidaba sus golpes procurando no herir a su rival, y tras la destrucción de la espada enemiga cesó su atacar, envainando su espada una vez más. Observando al juez del combate, sonrió y dijo “creo que ya no puede combatir más, y no quiero herirle ni dañar más su armadura, no creo conveniente continuar”. El juez, tan sorprendido como todos los espectadores y el mismo Rey, asintió ante el comentario del joven guerrero, y le declaró vencedor. Por unos instantes, el Águila derrotada pensó en atacarle por la espalda con la hoja que aún se encontraba prendida a su empuñadura, mas el adversario frente a él se veía a cada segundo más imponente y el solo recuerdo de sus estocadas y habilidades paralizaba cada músculo de su cuerpo ante el solo pensamiento de intentarle atacar.

Tras la victoria, el humilde espadachín extendió la mano a su rival y le levantó del suelo donde aún se encontraba, poniéndolo de pie.

-Fue una gran batalla –sonrió- estoy seguro de que la próxima vez lo lograrás.

El aristócrata se quedó mudo y observó a su rival alejarse, sin del todo comprender aún lo sucedido. Poco a poco su cuerpo fue volviendo a responderle, mientras la larga capa carmesí terminaba de tornarse indivisible a la distancia que se encontraba. En las tribunas, un anciano de barba blanca y enredada, en contraste con su reluciente calvicie, volvía a casa luego de una poco común jornada, donde el esfuerzo y la perseverancia le generaron ganancias jamás esperadas en un día de trabajo normal.



***FIN***

Texto agregado el 22-01-2008, y leído por 570 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
15-03-2008 en unas partes hay emocion pero como en todo ficcion infantil hay partes que aburren un poco. tanto oro y dorado en vez de brillantar el cuento lo hacen mas oscuro patriciowk
09-03-2008 Iba a leerlo luego, sin embargo, comencé a leerlo y no pude detenerme hasta terminarlo. Eso habla por si mismo de la calidad del texto que presentas acá. Me da un poco de pena que apenas tenga dos comentarios antes que yo, pues merecería más. Te dejo un saludo. OrlandoTeran
31-01-2008 maravilloso!!!! encantador! no pude dejat de leer!!! aunque previsible el final, la forma de narrarlo lo hizo lo menos importante, ya que el ensaje (o maraleja) tealemnte es valida. mos ***** para vos! diamela1973
22-01-2008 me alegra encontrar historias de caballeros, honor y valor, gracias metal--lady
 
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