La merienda estaba lista como siempre, el lugar preescrito para cada quien, la servilleta grabada con cada nombre y los platos vacíos (la esperanza de que se llenaran nos siguió hasta el final), hasta los intentos cándidos de mamá se repetían día tras día, en una continuidad ingenua, como si nadie se diera cuenta de las condiciones por las que mendigábamos.
La mesa era amplia, cabíamos todos, por supuesto, papá debía estar siempre en la cabecera por mera autoridad, ni si quiera por edad, porque al abuelo si hubiese sido posible le hubieran hecho campito en el patio. Mi madre servía y se hacía junto a mi padre, un hombre circunspecto y reservado, hablaba de lo que tenía que hablar, jamás se le salía una palabra relegada, ni aún dormido se le escapaba una silaba, (me quedé una noche mirándolo) y apenas el ronquido se le salía por los bigotes. A diferencia de Hanz, mi hermano, de veintidós años en ese entonces, a quien le gustaba conversar con todos, hasta conmigo. Él era el más apuesto de todos, eso decían mis primas, por eso también fue el primero en ser llamado a las filas, atlético y cuajado, luego siguieron los demás, casi todos los varones de la familia, menos mi padre, mi abuelo y yo. Éramos bastantes, sumados todos completábamos diez, contando a mi hermana Mihdly y a dos hermanos más que llegaron ya grandes, a ellos dos mi mamá los quería menos que al resto de nosotros, yo no entendía bien eso, que eran de otra mamá o algo así.
Total a la hora de la cena, teníamos que estar todos completos, jamás faltó alguno antes de que empezaran a reclutar la gente. Yo no podía hablar mientras comíamos, casi nadie lo hacía. Papá encendía un radio por donde hablaba un señor al que quiero bastante poco. Al comienzo creía que era un muñeco encerrado en la grabadora, después de examinarlo bien comprendí que no estaba desesperado ni enclaustrado allí dentro como yo pensaba, sino que a este señor le gustaba hablar así, a gritos.
A veces, mientras iba haciéndome más grandecito, pensé que era Dios, o cosa parecida; pues por las calles también se le escuchaba hablar, como una voz venida desde el cielo, pero tampoco fue aquello cierto.
A ese si que había que respetársele, casi más que a mi padre y por todos lados la gente hablaba de él con tanto ahínco y orgullo, que hasta en los afiches y los carteles estaba fijado con un brazo erguido hacia el viento, como señalando y sentenciando a la vez a alguna persona, cada palabra suya era una orden inquebrantable y por una chanza sobre él; bien se merecía uno la muerte.
Yo asistía a la escuela en las mañanas y a veces ni me alcanzaba el tiempo para bañarme, pero me abrigaban muy bien en la casa para esos inviernos. Cochino y todo siempre me gustó ir a estudiar, leía libros y hacía dibujos sobre animales, sobre lo que veía por la calle, esas cosas me divertían, a veces hasta llegaba a la casa a colorear lo que no terminaba en la escuela. Mamá me rompía algunos de ellos, los más cotidianos y recurrentes para ella eran violentos y macabros, los de los animales jamás fueron discutidos ni pararon en la basura como los otros. Los adultos son extraños en eso, la realidad les disgusta desde bien temprano en la mañana y como para fantasear ya ni sirven, pues ni modo.
En la casa con mi abuelo éramos los más relegados, le importábamos a mamá únicamente, con él me sentaba a mostrarle mis dibujos, a leerle cosas y conversarle. Él no me hablaba, sus años lo dejaron en un exilio ya inservible, era silencioso y mantenía tristes los ojos, como si quisiera llorar todo el tiempo. Se sostenía en un bastón y a veces ni se movía de la silla o se postraba en la cama. Compartíamos el repudio por la radio, veía eso en sus ojos a la hora de la comida, pero era un secreto que solo él y yo llevábamos, compartíamos algo en común, tampoco sabía comer muy bien, mamá le daba la sopa a cucharadas cuando se la regaba encima, las manos le temblaban siempre, no se si era por la enfermedad o por el miedo a un regaño de papá, se sentía avergonzado por volver a ser niño, haciendo reguero, regándose la sopa y hasta orinándose en los pantalones, yo no creo que él se avergüence por eso, son mis padres quien hacen que se sienta así, infantil e inservible.
Para mi era un amigo más, como los de la escuela. Total no tenía muchos, inclusive los niños hablaban muy poco y papá me hacía advertencias antes de salir de casa, me prohibía dirigirme a ciertas personas, siempre decía lo mismo y cuando le preguntaba las razones, respondía: -¡Weil sie nicht sind, reine menschliche Rasse! -. Eso si que era algo extraño, si era cierto eso de que venimos de los micos, era apenas increíble que también tuvieran ojos claros y el cabello rubio como nosotros. O papá estaba equivocado, o la Ciencia es puro embuste. En fin, era de las tantas barbaridades que decían en la radio y refutar: ¡Ni en broma!
Sinceramente por mi parte y con todo el corazón lo digo: sí estimaba mucho al abuelo, éramos muy parecidos en tantas cosas, hasta en la manera de ponernos la servilleta en el cuello a la hora de comer, la poníamos como un biberón para no mancharnos la camisa, a todos nos tocaba una silla y una servilleta, cada una bordada con el nombre de cada uno, todo eso lo hacía mi hermana en los descansos de quehaceres, le tocaba limpiar la casa al mismo ritmo de mi madre, no la dejaban estudiar para que ayudara en la casa. Tanto bordar como cocinar sí que lo hacía bien, era quien remendaba mis pantalones, me estampaba mi nombre en la bufanda para no confundirla con las demás, también me calentaba la cama con bolsas de agua tibia y me bañaba la parte de la espalda a la que no llego. Era cariñosa, pero sabía que no daba gran cosa por mí, me había tomado cierto desencanto desde que cambió mis pañales por primera vez, muchas cosas las hacía por pura obligación, desde muy niña la enseñaron a eso, no entiendo por qué.
Al igual me estaba volviendo muy reservado como todos, a pesar de ser de los más torpes de la escuela, no era bruto, faltaba más. Notaba cómo el ambiente era envuelto en una permanente censura y misterio, censurable en la casa, porque afuera en la calle, la realidad estaba completamente desnuda, sin evitar disparar en frente de la gente, ni siquiera de los niños se cohibían. Cuando lo comentaba en la casa me callaban como si hubiera dicho alguna clase de grosería, nada de eso podía ser permitido al entendimiento de un niño, ni siquiera me lo explicaban. Mis preguntas las hacía al abuelo, y aunque no hablaba sí me escuchaba todo lo que le decía, le parecía tan inexplicable
y absurdo como a mí, solo que él al parecer si sabía lo que sucedía, su tristeza era imborrable de los ojos, la tenía hay plasmada desde que se había puesto de moda blasfemar y mentar madres a un tal Versalles, que no sabía si era una epidemia o un señor arrogante como el de la radio y los altavoces de las calles. De que era un tema repulsivo y enfermizo estaba completamente seguro. A veces, a escondidas de mi familia, me encerraba solitario en el cuarto a decir las mismas cosas que le injuriaban al señor Versalles y jamás sentí la misma satisfacción que sentían todos, por eso nunca lo entendí y terminé aburriéndome de tal idiotez.
La tristeza también nos estaba contagiando a todos, a mis meros ocho años ya estaba observando qué el silencio en la casa era consecuencia de emociones mustias por la situación que padecíamos. Empecé a ver como la mesa se iba quedando vacía y al ver que mi padre no se enfurecía (era trivial porque nadie podía faltar en la mesa), entonces preguntaba al abuelo (olvidaba que se había enmudecido), cuando me desesperaba optaba por hacerle la pregunta a mi madre -¿Dónde está Wilhelm? ¿Y Heinrich qué pasó con él?, así con varios de ellos hasta que por fin decidió que lo mejor era que yo supiera un poco lo que estaba pasando en el país, con eso calmaba mi preguntadera. Me dijo que “Alemania necesitaba un poco de ayuda para aliviar problemas menores, peleas que suceden como en cualquier parte, decía -como en casa, si alguien sufre todos ayudamos, ¿me entiendes?-“. ¡Los cuernos!, al abuelo nunca le ayudaron, ni siquiera yo lo hice sabiendo que nadie podía sufrir más que él, ni la mismísima Alemania.
Sin embargo las servilletas y el asiento en la mesa era sagrado, nadie podía correrlo del sitio ni mucho menos atreverse a ocuparlo, vacío hasta que uno por uno fueran llegando mis hermanos. Eso no cambió la tradición de siempre, debíamos hacer silencio y nadie se podía levantar de la mesa hasta que el führer terminara su discurso, como siempre eso para mí era aburrido, tedioso y por esas cositas le empecé a tomar un desprecio parecido al de la caca. Desesperante y menesteroso.
Una tardecita regularmente grisácea en que estábamos todos sentados en la mesa, papá se veía mucho más irritado que de costumbre, algo debió haber escuchado del führer que lo intranquilizó
(Siempre se oían animosos aleluyas de las tropas, victorias fantasmas, unos cuantos “no falta mucho” que convencían a todos) cuando se ponía emocionalmente desesperado su temperamento se hervía como el agua y el silencio acostumbrado se plantaba como un pánico que se alargaba hasta acabar la cena. Mamá aún no había servido la sopa, bueno casi sopa, realmente era agua con un poquito de aceite y ramitas de cilantro que flotaban en el plato, pero ella creía que nadie se daba cuenta de eso. Mi hermana me enseñó cómo disimular frente a mamá, nos enseñó a todos. En secreto lógicamente, como si jugáramos a ser cómplices, complicidad que me agradaba por lo picaresca que se veía Mihdly poniéndonos de acuerdo pero también manifestaba la pobreza precaria que soportábamos.
Quizás dos o tres veces, cuando me paseaba por la casa entreteniendo la soledad, veía a papá hurgándose las muelas, escarbándose para saborear los últimos residuos de comida olvidados, pero ¡Ay cómo se va poner en descubierto la carencia de comida! ¡Cómo vamos a dejar que se enteren de las necesidades nuestras!, No, ese no es el estilo de un alemán, menos él que sería cabeza de familia entonces. Su orgullo debía ser más grande que el hambre, y como en épocas de guerra se reemplaza la necesidad del pueblo (mientras tanto se le dan esperanzas) por una mascarilla de fortaleza, de fidelidad con la patria y compromiso. Total, como es de saberse, una mascarilla no es más que una careta para esconder las cicatrices, las manchas indeseables y una expectativa que aguarda el momento en que se descubra el rostro y reluciente aparezca como por arte de magia la sonrisa satisfecha.
Justo cuando mamá iba a servir se deslizó por debajo de la puerta un telegrama, el primero, los demás llegaron pocos días después, noté que mamá se fue corriendo a la cocina y la siguió mi hermana detrás de ella, desde el comedor se oían dos tipos de quejidos distintos en la cocina, uno angustioso con una pregunta pegada en el llanto y el otro rebelde y desesperado, como el grito de un loco imparable. Encogí los pies sobre la silla y me cruce de brazos, fue la primera vez que mi padre no me hizo reclamo por eso, (lo hacía cuando no tenía apetito o cuando me daban un regaño), esta vez lo hice por tristeza, ya solo quedábamos cinco, todos mis hermanos mayores habían salido de casa despidiéndose con una maleta bajo el brazo izquierdo y un “volveré pronto” agitándose en el derecho. Se abrió el sobre y escuché un nombre entre dientes, papá me miró justo a las manos y dio orden de quitar el plato vacío de Heinrich y también su servilleta, apagó la radio, dejó la cuchara en el plato sin sopa, se levantó de la mesa, antes de irse a la cantina dijo –“volverán los demás”- y dio el portazo.
De esa tristeza no nos recuperamos, pero a los dos días fue reemplazada por la de Martin y el fin de semana llegó el sobre con el nombre de Wilhelm. Dejé de ir a la escuela por unos días, y en la casa nadie hablaba, solo se oía la radio, pensé en que algún día tendría el valor suficiente para decirle a mi padre que odiaba oír la radio, que estaba harto de quitar servilletas, que solo faltaban dos platos vacíos y que me dolía el pecho inexplicablemente, que me gustaría saber por qué debemos pasar por tanta miseria, y porqué todos en la casa no quieren que yo me entere de la cochambre que es el mundo, y por qué no puedo tener otros amigos, y por qué mis ganas de llorar, y por qué todos lloramos, pero a escondidas, en silencio.
El temor que papá había cultivado durante años había puesto una barrera que nos impedía ser sensibles a todos, hasta a él mismo, que obligaba a arrinconar nuestras emociones en silencio, como si fuese pecado, como si todo tuviese que ser censurado, para vernos más fuertes en una efímera apariencia pública, para ilusionarse vagamente que pronto estaríamos en el púlpito del triunfo, con brindis y todo.
Empecé a sentir un resentimiento contra todo (porque los niños también somos rencorosos), aunque tratara de evitarlo el malhumor se me entraba por la garganta, por las fosas, por los ojos, por los oídos y no solo a la hora de la cena. Habíamos tardado una semana en coger fuerzas para saludarnos en la mañana, por los menos en mirarnos a la cara y levantarnos la ceja, obligatoriamente me estaba convirtiendo en hombre, porque debía ser fuerte, porque nadie se iba a acercar a mí hombro a preguntarme cómo me sentía. Me alejé un poco del abuelo, a quien más quería de todos, su propia tristeza le prohibía sonreírme, como si el llanto seco de los ojos se le hubiera ido a la garganta, haciéndole un nudo que se escurría hasta su pecho.
También se había vuelto nuevamente un hombre el abuelo, con tantas noticias lamentables, se le secó la vejiga y ya no se hacía pipi en los pantalones, ni se manchaba, afinaba el pulso con la mano para llevarse la cuchara hasta la boca (yo creo que él lo hacía entonces para divertirse, para llamar la atención quizás), pero dudo que el más hombre haya sido mi padre porque por lo menos él manifestaba el dolor embriagándose (endeudándose), o dando golpes a la pared, en cambio el abuelo jamás desde que empezaron las noticias radiales dijo una sola palabra, al contrario enmudeció, no mostró debilidad (como si expresarse fuera señal de eso) y se guardó toda la amargura que a esa edad se juntan todas, casi siempre la vida ahorra las nostalgias para el final, para el cuarto de hora restante de la existencia. En casa ya me estaban empezando a enseñar indirectamente como hacer silencio y aplazar la melancolía para cuando envejeciera.
Cuando llegó el cuarto telegrama, mi presión en el pecho se había hecho inhumanamente posible de aguantar, solo faltaba el último telegrama, el quinto, el del hermano que más quería, el único que me hablaba y el más apuesto, el que no suponía ridículo hablarle al hermano menor, se aguantaba mis lloriqueos caprichosos, me leía cuentos y me sacudía la cabeza para insinuarme que mi torpeza al tener su edad se desvanecería milagrosamente.
“-El tiempo enseña- me dijo –transforma hasta lo inimaginable-”.
Recuerdo que antes de irse me prometió un reloj (para ilusionarme al paso que me revelaba que el tiempo sí corre), dijo que estaría en casa para contarme historias del viaje que haría. ¡Pero que va!, yo ya sabía que eso no era cierto, que como siempre me estaban mintiendo por tener ocho, sabía que él no se iba de viaje.
Todos los cuatro telegramas que habían llegado decían lo mismo, una fiel copia a la que solo le cambiaban el nombre del fallecido, que habían muerto cada uno como “héroes de cruzada”, que la vida de ellos sería reflejada en el honor y la victoria de Alemania. Sin embargo A Hanz no lo quería ver como héroe, lo quería en casa como hermano, así no me trajera el reloj, así me quedara torpe de por vida, ya no importaba, pero que estuviera en casa, junto a mi silla, junto a mí tomando buena sopa.
Era el que más aportaba a la economía familiar, la ausencia de todos mis hermanos no había facilitado la comodidad, con ellos por lo menos se desayunaba, cada uno trabajaba y entre todos nos hacían comer modestamente. Si se tienen cinco manzanas diarias y se dividen entre diez personas se reparte de a media manzana para cada uno, ¿cierto?, pero si un día se van cinco personas y casualmente son las que traen las cinco manzanas cada día, pues se tiene que repartir el hambre de cinco personas con los sobrados que quedaron de diez. Es de esa matemática simple que enseñan en la escuela, jartísima por cierto, además terriblemente realista.
Cuando llegó ese quinto sobre, cuando vi el rostro encolerizado de papá llorando, guardando él mismo con sus propias manos la servilleta de Hanz, cogí la radio a golpes contra el piso, y llorando sentí la satisfacción de gritar injurias contra el señor Versalles, pero también contra Hitler, contra ese führer que sabía que lo odiaba por algo, que presentía que lo odiaría de por vida. Y así seguirán las cosas, que más quisiera que por una sola vez me dieran una respuesta como hombre, me tomaban como niño para ocultarme la verdad, pero me hicieron volverme hombre a punta de golpes dolorosos, y ahora quién me responde, ¿quien mirándome como hombre me responde mis preguntas?, se acabó la guerra, sí, pero se les olvidó devolverme a mis hermanos.
Pasamos otras dos semanas en pena, callados como siempre, mi mamá estaba enloquecida y la escuchaba llorando encerrada en el baño, en la cocina, por todas partes su llanto se escuchaba, y nadie le tocó la espalda para abrazarla, para decirle que aún había familia, solamente una vez me le acerqué y le abrasé su pierna enrollándome a ella para no soltarla nunca, para también recordarle que tenía un hijo muy pequeño al que debía proteger, para darle mi cariño pero también para mendigarle un poco del suyo, para sentirme refugiado.
Cuando más triste a mis pocos años me sentía, cuando llorar era a penas habitual y sonreír se convertía en utopía, le rogué al abuelo que me hablara, quería saber si se sentía tan mal como yo. Me tomó de la nuca y me hizo mirarlo fijamente a los ojos, por fin algo que durante mucho tiempo no ocurría, por sus parpados tristes de siempre, se derramaron seis gotas que conté mentalmente mientras lo miraba y automáticamente me contagié y me puse a llorar.
Mi rostro se veía reflejado en las lagrimas de mi abuelo, me avergonzó verme como un niño chillón frente a él (en esa casa no se lloraba en frente de nadie), me secó las lagrimas y antes de él cerrar sus ojos eternamente y para siempre; me dijo: “ ya no llores, no más lagrimas, cinco de las mías son para reemplazar las tuyas, y la última esa déjamela, quiero llorar por dejarte”.
El abuelo se me fue solito en mis brazos, lo supo desde siempre, supo de mi dolor, jamás me dejó solo, por él tenía que ser niño y hombre a la vez, pueril y templado, ponerme mascarillas como los demás.
En esa última cena, la última que más recuerdo, tuve el valor que estuvo ausente en tanto tiempo, cuando papá me pidió que guardara la servilleta y el plato vacío del abuelo, hablé de píe frente a la mesa, miré a mi madre, miré a mi hermana y miré a mi padre a los ojos y les reclamé hastiado:
-“¿Y qué si quiero comer con mi abuelo?, si no les gusta bien pueden guardar también mi servilleta.”-
Tomé mi plato y mi servilleta, también la del abuelo y me fui a comer al patio. Donde debimos comer siempre. Con hambre, pero sin la maldita radio.
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