Creer
Frente a la pantalla de la computadora, la cabeza inclinada hacia la pantalla como era su costumbre a pesar de no tener ningún problema en la vista, Adrián Alvarez Sampietro leyó dos veces. Ahora no le quedaban dudas: el tercer correo de alguien fuera del departamento de Sistemas, encima hombre de cuarenta y pico, venía a confirmar lo que se negó a creer cuando le llegó el primer comentario. Un compañero de oficina, Edgardo Marañón, becario, llegado del sur como él, fue quien le remitió aquel mensaje inicial. Asunto: “abrí los ojos”. Más abajo parpadeaba en Arial 10 un nombre de mujer y la frase: esa mina está con vos.
Ingeniero en Programación proveniente de Trelew gracias a otra beca, bajito y feo por donde se lo mirara, Adrián sufría ahogos cuando una emoción lo golpeaba justo en el centro del orgullo, para bien o para mal. Verdaderas o falsas, grandes o pequeñas, pensaba, nunca se sabe como terminan estas cosas en las que está involucrado el corazón.
El segundo correo fue más alentador. From: Ana Linares, leyó. Miró tres escritorios a la derecha, una mujer de treinta largos, casada, un bebé de meses, origen San Juan, soporte de producción. Por sus continuas idas y venidas apenas venía a almorzar a la oficina y no era de las que disfrutaba con ese tipo de bromas. Imposible suponerla parte de un complot contra él. Subject: “Importante” y, en Book antigua 12, cuatro palabras debajo del mismo nombre: no la dejes pasar.
En ese momento sonrió para adentro. Mano cerrada, moneda al bolsillo del alma halagada, clin caja. Así solían decir en el grupo cada vez que alguien ganaba algo: la sonrisa de una mujer, que le sirvieran la cena en primer lugar. Instalados en el hotel alquilado por la empresa a diez cuadras de la planta, los aspirantes a una posición permanente una vez concluido el contrato por nueve meses, tenían muchas ambiciones, mucha soledad y poca plata. Por eso cotizaban alto las escasas satisfacciones. Clin caja.
De allí que el tercer mail fue la vencida, el despegue, la autorización para el festejo previo, el mejor de todos. Repetía el nombre femenino y la recomendación para apurar los trámites sentimentales. Y el firmante era una garantía de seriedad que siempre lo aconsejaba con criterio. Adrián Alvarez Sampietro tosió corto, tuvo un sofocón leve.
Ella, en definitiva, era Laura Thibody, asistente del área, redondita, siempre a la moda, pies chicos, tetas prominentes, nalgas haciendo juego y ese perfume intenso que había terminado por impregnar con su presencia, aún ausente, cada centímetro de aquel lugar sin ventanas por razones térmicas. Tenía su cubículo al fondo del open space de Sistemas: rodeada de hombres diez o doce horas al día, caminaba de acá para allá con poco diálogo de palabras y dejaba detrás un infierno de miradas.
Adrián Álvarez Sampietro, dueño de una inteligencia entusiasta, transformador de problemas en excelentes oportunidades para demostrar de lo que se es capaz, cultor de la frase: “El poder de nuestras ideas se ve en la práctica “, tenía frente a sí la impensada posibilidad que su figura en desventaja le había negado: en dos días el sector organizaba una cena de confraternidad. Debía cerrar el tema. Clin caja.
Esa noche Laura lo vio venir con naturalidad. El joven se dirigió a ella como si la conociera de la secundaria, le ofreció una copa y cuando se quiso acordar la tenía entre los brazos bailando cualquier cosa neutra, de las que suelen utilizarse en estas reuniones. No se separaron hasta el final de la cena, evitaron la trasnoche -territorio de trampas para los casados- y subieron al coche de Laura. En minutos llegaron al edificio donde ella vivía. Sin esperar respuesta, la muchacha lo invitó a su departamento para tomar el mejor café del mundo. Al término de sendos capuchinos y varias ideas grandiosas que Alvarez Sampietro dejó caer mientras manipulaba la computadora de Laura con destreza de pianista, hubo un silencio. Ella sonrió, asombrada. Avanzó entonces el instinto de Adrián. Sin ropa, ella era muy superior a lo que insinuaba. Se sumergieron en la pasión que el ingeniero apenas si conocía.
A las doce y media de la mañana, rumbo a la planta baja, el espejo del ascensor los reflejó y la idea carcomió al becario. Alguien con su aspecto no podía disfrutar de semejante caramelito sin que mediaran raras circunstancias. Se despidieron con beso y roce de manos. Volvió al hotel sintiéndose humillado. En las semanas siguientes Adrián Alvarez Sampietro dejó de tratar a los de la oficina sin decir nada sobre aquella noche: imaginaba cómo se reirían a sus espaldas. Laura Thibody intentó dialogar en vano: nunca consiguió más que evasivas, sonrisas sin explicación. Al fin, siguió su camino.
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