En ese instante, todos supimos que jamás volveríamos a vernos. No porque ella fuera japonesa y yo dominicano ni porque ambos estuviéramos de paso por Orlando. Tampoco porque yo no hablara inglés ni ella español. “La cucaracha, la cucaracha”, era lo único que sabía decir mientras reía e insistía en que era una canción dominicana; mi escaso inglés no fue suficiente para explicarle de donde provenía la canción y por qué se le cantaba a “la cucaracha”.

Quería dormir antes de llegar a Tampa, por eso me pidió mi email y número de teléfono —antes de que yo le pidiera los suyos— y los escribió, descaradamente, en el ticket que todos sabíamos debía devolver al conductor antes de bajar del autobús. Durmió inocentemente el resto del camino.