VII. Natalie
En 8 días de viaje, era el primero que dormimos a pierna suelta hasta las 11 de la mañana; había desaparecido el cansancio y lamenté la escasez y mal aspecto de nuestro vestuario. Empezamos por visitar la Catedral para que mi amigo y compañero, cumpliera con los ritos y preceptos de su devoción y así, golpeamos nuestra cabeza en actitud de penitencia en una de las columnas del Pórtico de la Gloria, veneramos la figura del Santo en el Altar Mayor y visitamos la tumba con sus reliquias. El botafumeiro y la iluminación para los detalles, estaban fuera de servicio e imagino reservadas a celebraciones especiales o con gran asistencia de feligreses. En las estrechas y empedradas calles y plazas de la zona monumental de la catedral, multitud de pequeñas tiendas de objetos y recuerdos típicos y religiosos, entremezclados con infinidad de bares, tabernas y restaurantes de lucidos y apetitosos escaparates repletos de mariscos, ternera gallega y elaboraciones con productos del mar y de la tierra y los no menos importantes vinos y aguardientes gallegos.
A mediodía, empleados en tareas de preparación y limpieza de mostradores y escaparates y apenas algunos clientes para, en menos de dos horas, locales a rebosar con desaliñados y mal vestidos turistas o peregrinos como nosotros, pero de aspecto tranquilo y relajado, miradas sonrientes y actitud curiosa y desenfada, donde el tiempo y las obligaciones no cuentan demasiado; como un equipo en un ambiente festivo y de triunfo, en una prueba importante y donde nadie se siente aislado. A pesar de que el origen, el trayecto y la duración del viaje tuvieran distintas motivaciones y cada uno vistiera de forma diferente, hay signos como el aspecto y uniformidad en la ropa mal planchada y desaliñada y lazos invisibles, que provocan una complicidad colectiva de solidaridad y compañerismo y que se manifestada, en intercambio de saludos a través de miradas sonrientes sin venir a cuento y sin otra razón, que la casual coincidencia de haber participado de un reto que finaliza en este momento y lugar. La aparente desconfianza que caracteriza el camino, desaparece y da paso al clima de camaradería propio de las despedidas.
En uno de los locales más concurridos y siguiendo el rastro de un escaparate con hermosos y humeantes pulpos recién salidos de la olla, volví a tropezar con la mirada, de la musa de la manguera en el Monasterio de mis recuerdos, sentada y en animada charla con compañeros y también aspecto de peregrinos, en una de las mesas del Restaurante. Me sorprendí sobresaltado y también me alegré sobremanera del fortuito encuentro. Supe que me reconoció porque dejó de mirar hacia la entrada del local, donde estábamos situados y porque se notaba su intento de parecer ajena y despistada. No estaba sola, eras tres en la mesa y la compañera situada a su lado, estaba como apoyada sobre el único varón de la mesa. Me gustó la imagen e indiqué a mi compañero que mejor pasábamos al comedor para disfrutar del pulpo.
Mentalmente, traté de recordar alguna palabra en francés a modo de saludo, sin ningún resultado. Mi amigo en francés, estaba aún más pez que yo. No le comenté nada y señalé la mesa contigua, dejando que fuera delante para improvisar algún encontronazo al pasar a su lado. Dejé caer la funda de la máquina de fotos y al intentar recogerla, desparramé justo a sus pies, la mochila, el bastón, las gafas y el sombrero y una bolsa con elaborados de chocolate. ¡Un verdadero desastre! Dio tan buen resultado, que los tres intentaron ayudarme. Entre risas y con apariencia de nervioso, intenté disculparme y también entre risas, contestaron algo que no entendí pero que sonaba amigable y divertido. La miré con forzada intención e intentando la mayor expresión de sorpresa posible, abrí los brazos y dije: ¡Voila! ¡Qué agradable sorpresa! Tú aquí de nuevo y yo dos día buscándote por todo Santiago. ¡How are you! ¡Qué tal estás! E inmediatamente, acerqué mi cara con intención de soltar dos sonoros besos en su mejilla. Quedaron los tres como atónitos y también mi compañero y como si nada, seguí diciendo: Monasterio de Samos… albergue de los monjes… quería disculparme y no tuve ocasión… pero lo siento… solo que sepas que me quedé impresionado… que no tiene importancia… pero quiero pedirte disculpas y también…, que quiero saber mas cosas… Caras perplejas, sonrientes y mirada inquisidora, como pidiendo un traductor para saber de que iba todo aquello. Hice señas de que iba a colocar mis cosas en la mesa de al lado y pedí tiempo con las manos, como los deportistas. El más confuso, mi compañero al que, ahora sí, conté quién era y mi intención de ligarla.
Volvieron a sus vinos y a su charla, sin dejar de mirarnos. Por mi parte, mantuve la misma actitud sonriente y amistosa y sin preguntar, me levanté y les disparé varias fotos, que aceptaron sin saber muy bien como actuar. Deje la máquina sobre su mesa y extendiendo la mano en actitud de saludar, dije: Me llamo Jaime y vivo en Madrid…, ¿de dónde son Vds.? Contestaron también con actitud amigable aunque no conseguí entender más que los nombres de Natalie, Fransuá no se qué y Silvette. La musa del convento, se llamaba Natalie. Más sonrisas, palabras en francés, desconocidas para mí y miradas cada vez más prolongadas y curiosas, por parte de todos. Recogí mi maquina de fotos y volví con mi compañero ya ocupándose de la comida con el camarero.
Estábamos en los postres, cuando se acercó a nuestra mesa y dijo: Mi entiende un poquito despañol, pero hablo menos poquito. Je sui de Bretañ y mio nombre es Natalí y mi amigos no habla nada despañol. Ohhh, la la…, dije. No problema… se te entiende muy bien. Yo soy Jaime y mi amigo, se llama Miguel y también es de Madrid.
Juntamos las mesas e intentamos comunicar más con gestos que con palabras y dimos cuenta de mi bolsa de chocolates, varios cafés y un par de estilizadas botellas de un exquisito orujo marca Pazo Casanova, causante último de la fraternidad hispano galaica que establecimos entre todos, cantando y entremezclando letras y ritmos tan singulares como: “asturias patria querida” “je ne pa plus” “ aluette” a Santiago voy…” y tan amplio repertorio, que casi perdemos el último autobús que nos acercaría hasta el coche de mi amigo, aparcado en el Monasterio de Samos. En nuestros bolsillos, direcciones y teléfonos para posibles y posteriores contactos; el primero con el envío de las fotos de mi máquina.
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