La paloma, el muchacho y la muerte
Sucedió como un inocente juego de niños… nunca fue su intención herirla… lejos aún, ocasionarle la muerte. La brisa marina besando al viejo Valparaíso, no lograba doblegar al envolvente calor estival de enero. Desde la casa de Miguel, anclada a uno de los pintorescos cerros porteños, cielo y mar dibujábanse limpios, serenos; y alegrando el azul firmamento, multicolores volantines mecíanse cadenciosos a las dulces melodías silbadas por el viento. Quebrada abajo… en gran algarabía, una veintena de mocosos corrían desaforados procurando aprehender la cometa “cortada”, en una dura y desleal competencia por apropiársela. Sobre el techo contiguo a su ventana, aleteantes palomas picoteaban las miguitas de pan regadas, generosamente, por la dulce abuela Juana.
Ronroneante a un costado, “Lucifer”, el gato de la vecina, acechábalas solapadamente agazapado, con la clara intención de atrapar una de aquellas apetitosas presas.
Recordó en aquel instante, que Nelson, el chico de las más osadas y malévolas ideas entre sus compinches, le había enseñado algunas sucias triquiñuelas sobre como disparar “cartuchos” con cerbatana. Jamás cruzó por su mente lesionarla… menos aún, derramarle la vida. Pero el cono de papel, portando un agudo alfiler en la punta, e impulsado por el fuerte soplido de su boca a través del tubo, se clavó certeramente en la frágil e indefensa paloma. En segundos, el blanco plumaje de su pecho adornó de una desangrante rosa rojo-rutilante y, a los oídos del imberbe victimario, ingresaba el sonido urgente de la afligida y desfalleciente respiración de su víctima.
Atónito y desesperado ante el impensado desenlace, saltó como un resorte sobre la techumbre, implorando la asistencia de Dios y dispuesto a revertir el daño ocasionado, mas, su angustiado impulso, devino infructuoso, estéril; las palomas espantaron a coro y la afectada, luego de un torpe intento de despegue y del abortado vuelo herido, se precipitó en picada, agónica, ya sin fuerzas, al tibio suelo de la calle.
Allí, en su último batir de alas y en la estertorosa abertura de su pico, acabó escurriendo la exigua existencia restante y exhaló un sordo clamor de socorro y de interrogante: ¿Por qué?
Con su corazón contrito y el alma fracturada, descendió presuroso las escalinatas hasta el lugar y cogiéndola entre manos algodonosas, desprendió, con aterciopelada delicadeza, el maldito dardo mortal; consternado y sin poder contener sus lágrimas vertiendo arrepentimiento, le extendió la más profunda y tierna mirada de perdón.
Arrodillado y doliente, cavó una pequeña fosa en donde la dispuso con especial cuidado, cubriéndola luego de cálida tierra húmeda mientras rezaba un fervoroso Padre Nuestro. Una improvisada cruz de palitos y dos yuyos silvestres, testificaban su secreto e incipiente pecado. Los nueve años de Miguel volaron raudos al encuentro de su madurez… pero una parte intangible y subyacente de él, quedó anidada, sin vida, junto a la inerte paloma.
Eduardo Leiva Vega
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