“También lo creo”
Porque no entendía, no podía entender. Pero era mejor así, ahorrarse la humillación. Aparentar estar de acuerdo, que todo estaba mal, y era mejor terminar. Era una mujer independiente, autónoma y de decisión. Confiaba en sí misma por sobre todas las cosas, incluyéndolo también a él. Por eso mismo su orgullo le era tan preciado, y el hecho de que alguien hubiera decidido por ella lo hería, y le inflamaba el hígado. Y el eco. El eco la perseguía recordándole hasta el borde de la locura los últimos treinta minutos de su vida. Las palabras llegaban claras y concisas a su mente confundida, y sin embargo ella no las entendía: “confundido”… “estoy confundido”… “hablar”… ”hablar”… “no sé”… “no sé”… “no sé”…; se repetían una y otra vez, y por segunda ocasión en el día la necesidad de controlarlo todo y no lograrlo la estaba consumiendo. Sacó un cigarrillo de su bolsa y lo prendió. La primera fumada fue larga y profunda, como si se quisiera acabar la hierba de una vez. Exhaló sacando el humo por la boca y después de eso inspiró profundamente; cual hilo con dos piezas de seda el oxígeno –y la nicotina probablemente también– unió las palabras del eco torturador. Ahora recordaba a la perfección:
Morfeo aún la envolvía cuando sonó el teléfono. Algo en su sueño fue de un extremo a otro, y conforme el “ring-ring” del aparato continuaba llenando la habitación, la somnolencia desapareció de su subconsciente y ella abrió los ojos. Con la mente aún nublada tomó el auricular y se lo pegó a la cara, no molestándose siquiera en decirle “hola” al extraño que la había sacado de su sueño. Del otro lado de la línea se oyó la voz de Alfonso.
–¿Cómo estás? –preguntó el joven.
–Por desgracia despierta, sabes que mi turno acabó a las cuatro de la mañana… –la frase tenía un deje de reproche en ella, una recriminación mitad juguetón y mitad en serio.
–Ah, bueno –y la esencia de la disculpa ausente inundó furtivamente el corazón de ella–, quería ver si podíamos hacer algo hoy, ¿te parece bien si vamos a desayunar?
–Claro, pasa por mí en una hora –colgó el teléfono.
Lo que siguió después de eso fueron una serie de viajes al baño, closet y tocador. Escuchó su celular sonar tres veces antes de apagarse, era la señal para que ella saliera sin que él se tuviera que bajar a tocar el timbre. Cualquier persona que hubiese visto eso hubiera pensado que lo que hubiera hecho un caballero sería bajarse del coche y esperar a la dama parado frente a la puerta. Pero a ella ese detalle la tenía sin cuidado; su vida, gobernada por lo práctico y objetivo, no tenía tiempo para esos pormenores característicos de las relaciones perfectas. Salió de su casa rápidamente y se metió al coche de su novio. Él le dio la bienvenida con un corto beso en los labios. El trayecto marchó en silencio, así que ella aprovechó para sacar su agenda electrónica –o palm, como se le llama modernamente – y comenzar a planear su día. Pulsaba las teclas con lentitud para certificarse de que no hubiera ninguna equivocación; se aseguraba de tener todo a la hora perfecta, aun incluyendo los minutos, u horas, que le llevaría pasar de una actividad a otra.
–¿Está bien si paramos aquí? –preguntó Alfonso bajando la velocidad ante un bonito y pequeño restaurante al aire libre que se encontraba en una esquina.
Un cartel a la entrada de éste anunciaba que se serviría el desayuno hasta las 11:59 am. Ximena levantó su muñeca izquierda para mirar su reloj, excepto que no lo traía. Inmediatamente la frustración inundó su mente, no tener su reloj la hacía sentirse desnuda, aun cuando su palm (la cuál estaba cuidadosamente guardada en su bolso de mano) marcara la hora tan precisamente como lo hacía su reloj de pulsera. Con un suspiro que reflejaba la enorme flojera que tenía de hacer lo que estaba apunto de hacer, Ximena sacó la palm de su bolsa de mano y le echó un vistazo a los dígitos que aparecían en la esquina superior derecha de la pantalla.
–Son las 11:17, aún tenemos tiempo –le informó a su acompañante, quien simplemente asintió y avanzó el carro buscando un lugar donde estacionarse.
–Espera amor, me voy adelantando para ir pidiendo la mesa ¿sí?
–Muy bien Xime, baja del auto –pulsó el botón que quitaba el seguro de las puertas de coche un poco a regañadientes, dejando muy claro que la idea de que su novia se tuviera que bajar del carro para apartar mesa no le era de su agrado.
La joven asintió al salir del auto. Así tendrían más tiempo para desayunar, sin ser necesario esperar a que alguien desocupara una mesa en dado caso que estuvieran todas llenas. Se dirigió hacia el pequeño restaurante y en seguida notó que su pequeña maniobra no había sido necesaria: de las casi doce mesas de plástico que estaban ahí, sólo cinco estaban ocupadas. Eligió una sobre la cuál caía la sombra de un viejo árbol cuyas flores estaban tan marchitas que era casi imposible distinguir de qué especie se trataba. Se sentó a esperar a que llegara el mesero o su novio, lo que sucediera primero. En este caso el chico que se acercó a ella primero fue Alfonso, que una vez sentado comenzó a jugar con el menú de especialidades que estaba en el centro de la mesa: le daba vueltas, se lo pasaba de un lado a otro, y sin embargo sus pensamientos parecían estar en otra parte. Un muchacho de unos 20 años vestido con un delantal, y con cuadernillo y lápiz en mano, no tardó en acercarse a darles el menú y preguntarles si deseaban algo de tomar. Una vez que ambos hubiesen pedido sus bebidas (dos cafés, uno solo y otro con azúcar y crema) y que el joven mesero se hubiera retirado, Alfonso comenzó con la conversación. “Que si a Ximena la gustaba su nuevo trabajo; que no, ya que a veces la tienda cerraba muy tarde; que si le daba tiempo de estudiar, que claro que sí, que él sabía lo centrada y dedicada que era en los estudios; que si tenía suficiente para pagar la renta, que en este momento sí…”, en fin. Pronto les trajeron las tazas de café, y fue ahí cuando sucedió; fue en ese momento cuando la plática tomó un giro inesperado, o por lo menos inesperado para Ximena; y fue ahí cuándo ella perdió aquel control que hacía que su vida continuara en ese equilibrio que tanto la caracterizaba. Empezó con una de las frases más temidas dentro de las relaciones. Es bien sabido que un “tenemos que hablar” nunca lleva a nada bueno, muchas veces detrás vienen frases del tipo “no eres tú, soy yo”, expresiones que inevitablemente marcan el fin de una relación. Se puso en estado de alerta de inmediato.
–Estoy muy confundido… no sé… quiero pedirte algo –Alfonso calló un par de segundos, negándose a fijar sus ojos en ella–. Estoy confundido –repitió.
–Yo también creo que no funcionamos, Alfonso –lo interrumpió, fingiendo una media sonrisa, sin atreverse a llorar.
El chico abrió la boca como para decir algo, pero inmediatamente se hizo para atrás mirándola al mismo tiempo que fruncía las cejas.
–Bueno, mejor me voy, sabes lo ocupada que estoy –puso un billete sobre la mesa y se levantó, la media sonrisa seguía tan pegada en su rostro como un tatuaje–, adiós Poncho.
Y en ese momento al levantarse reparó en la flor que había caído –sabría Dios hacía cuánto– sobre la mesa. Era una de las flores de aquel árbol marchito que se encontraba por sobre sus cabezas. No pudo evitar sonreír amargamente ante la ironía: Era una flor de jacaranda, justamente de aquellas que Alfonso había tomado el día que se hicieron novios.
El recuerdo la persiguió todo el camino a casa. Entró por la puerta y fue directo a su dormitorio. Una vez ahí se sentó en la cama y, habiendo respirado profundo un par de veces, permitió que algunas lágrimas salieran de sus ojos. Mismas que no duraron mucho, pues todo tenía un principio y un fin; en su mente revoloteaban alfa y omega; pasado, futuro; un ayer y un mañana. Alfonso era su ayer, su antes (uno que había durado tres años), ¿quién sabe qué le depararía el después?
Con esos pensamientos pasó los siguientes días, puso un disfraz al dolor, auto-psicoanalizándose, recordándose a sí misma que era normal que estuviera así, que obviamente no podría olvidarlo de un día para otro. Su mente objetiva se mantuvo fielmente a su lado, dándole explicación a toda esa oleada de sentimientos que la envolvían. Pero su necesidad de controlarlo todo se volvió obsesiva a raíz de lo sucedido. La pérdida de Alfonso la había afectado más de lo que ella misma quería aceptar, le había dejado en el alma un hueco de nada, una nada que lastimaba.
Un par de semanas después, estando por cobrar un cheque en un banco, se topó con una vieja conocida, quien tras saludarla efusivamente, la miró con un gesto de complicidad que Ximena no pudo descifrar. Le devolvió las sonrisas durante un rato, a pesar de que no tenía la más remota idea del por qué de éstas, hasta que finalmente tuvo la oportunidad de acercarse a ella
–Hola, perdona la pregunta pero ¿quién eres?
–No me recuerdas –sonrió–. Soy Cecilia, una amiga de Alfonso, nos conocimos en la comida del cumpleaños de su mamá ¿recuerdas?
–Sí –asintió Ximena, a pesar de que la respuesta que más encajaba con la realidad sería algo así como “vagamente” –. ¿Cómo has estado?
–Muy bien, un poco atrasada con los pagos de la casa, como verás –y señaló con la cabeza las interminables filas de gente del banco–. ¿Tú cómo has estado? Me imagino que muy contenta con lo del compromiso.
–¿A qué te refieres?
–Ya me dijo Poncho, yo estuve cuando te compró el anillo, apenas hace dos sábados.
Sintió el golpe de realización golpear duro contra su estómago, y fingió una sonrisa tan rígida que le sorprendió que nadie le hubiese preguntado por ella. Le dio las gracias a Cecilia y se fue de ahí sin atreverse siquiera a respirar. “Estúpida” pensó, “estupidísima”. Se decidió a ir al departamento del chico a disculparse y, sin embargo, se encontró de frente a la puerta de su propia casa. Una vez más su orgullo la había llevado por el camino equivocado.
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