Miró hacia el cielo oscuro, desde donde parecía que las estrellas le guiñaban un ojo. Recordó como una vez él había soñado con tocar las estrellas, en llegar hasta ellas. Pero no, ese ya no era su sueño. No podía serlo después de saber que existía el Paraíso.
Su madre le contó hace tiempo, que había lugares en los que los niños comían cuanto querían, en los que los niños iban cada día a la escuela y aprendían hasta hacerse sabios, y que las madres no se ponían malitas y siempre podían estar a su lado dándoles cariño.
Mushim pensó que pronto iba a cumplir su sueño y que el mar era el camino hacia él, igual que una vez había pensado que las nubes eran el camino hacia las estrellas. Por eso había dejado su país, a su madre enferma y al trabajo –que como no era tan duro como el de los mayores, le había hecho pensar que era un chico afortunado–.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, extendió su manita y agarró otra mano cercana. Reunió energía y le dio un apretón, esperando que la gélida mano de la otra persona se lo devolviera. Esa muestra de cariño no llegó y Mushim, aunque sentía que su huesudo cuerpo estaba apretujado por otros contra la pared de la barca, se sintió solo.
El niño cerró los ojos y deseó que llegaran pronto a la ciudad prometida.
En ese momento la barca aminoró la marcha y chocó contra algo. El cuerpo de Mushim dio un fuete tumbo y acabó boca abajo contra la arena. Ya no notaba como la helada mar le cubría parte del cuerpo pinchándole sin piedad. Le dolía la cabeza y un hilo de algo caliente brotaba de su frente.
Mushim comenzó a verlo todo borroso, pero alcanzó a ver como una mujer, de piel más clara que la suya, se acercaba hasta él y le cubría con una manta.
–Te pondrás bien –le dijo.
Mushim sintió el calor del cuerpo de la señora en ese abrazo. Pensó que al fin había llegado al Paraíso y que tendría una nueva madre que le querría, y su vida sería feliz, y siempre le apretarían la mano en los momentos en los que se sintiera solo.
Se olvidó del dolor que sentía y esbozó una sonrisa al pensar que era un chico con suerte, porque había conseguido su sueño.
Ese fue el último pensamiento de Mushim antes de cerrar sus ojos, el de una vida en la que podía comer cuanto quisiera, en la que podía ir cada día a la escuela y en la que las madres no se ponían malitas y siempre podían darle cariño.
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