Era la última estación, el último trasbordo, el final de trayecto quedaba cerca. Subo con paso firme al primer escalón, ese que se suspende sobre el andén como si el vagón estuviese flotando, y me acomodo en el primer asiento que encuentro: casi todos están libres. Desenfundo el libro del bolsillo de la gabardina y me acoplo intentando recuperar el calor perdido durante la espera en la estación desierta.
Acelera, traquetea, se desliza sobre los raíles y me arrulla con la somnolencia del viajero…
No me lo esperaba, un soplo de ciclón me arranca del asiento y me aplasta contra el techo, me taladra el tímpano, el mundo se orienta en una posición imposible y me devuelve a otra butaca. El peaje consiste en mi brazo, lo veo seguido de su estela escarlata, manoteando solo mientras se dirige a la ventana, despidiéndose de mí, y huye fuera del vagón entre la nube de vidrios voladores.
El tiempo fluye con la densidad de la miel, pero amarga en lugar de endulzar. Las llamas rojas devoran el aire y se lanzan a bañar mi cuerpo, me hacen tiritar cuando la piel comienza a deshacerse. Tengo frío, los recuerdos salen disparados en dirección a la nuca y hacen palanca en la base del cráneo para hacerme levantar la cabeza y exhalar. Adiós madre, adiós padre, adiós hermano, adiós preciosa.
Cierro los ojos con fuerza, pero no me dejan dormir, levantan castillos de naipes con mis memorias, y caen volando desordenadas bajo el horizonte púrpura del domo. La espiral de colores me arrastra, lamen mis pensamientos hasta que relucen de paz, me devoran, me adoran, y mi ego se disuelve.
Llorar sin lágrimas la belleza del mundo, arder en el aire nocturno, ser la tierra húmeda, ser las obreras del hormiguero, ser el verdor que crece junto a las vías, ser el entrechocar de las piedras. No ser nada, porque soy parte del todo. Soy Dios, y Dios es Universo.
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