UNA PARTE DE LA CARA
La orden de los Miércoles era siempre la misma: primero el instituto Lavilla, luego el 57 de la calle O'Donnell, y ya a la noche, a eso de las diez, Autoescuelas Velasco, que en realidad era una sola autoescuela, pequeña, de barrio, sin más apéndices ni sucursales, así que no entendía muy bien a qué venían tantas eses.
Debía darse prisa, el instituto era grande y las puertas se abrían a las ocho y media. Adela hacía las aulas de la tercera planta.
Fuera, el amanecer envolvía la ciudad en jirones naranjas, malvas, rosas pero ella caminaba sola por los pasillos bajo el abrazo hipócrita de las luces fluorescentes.
Sabía que los maestros solían olvidarse de pedirle a los chicos que pusieran las sillas sobre los pupitres antes de irse a casa y ahora le tocaría a ella hacerlo con lo que le dolía la espalda aquellos días.
Abrió la puerta de una de las clases y apretó el interruptor. Lo vio solo un instante, un parpadeo en la oscuridad. Cuando las luces acabaron de encenderse ya no estaba, ya no había estado nunca el muchacho abatido, perplejo, que miraba al suelo en una silla de la tercera fila, la melena cubriéndole una parte de la cara.
Algún efecto óptico, pensó o madrugar tanto o qué se yo, el caso es que también hoy le tocaba subir sillas y después el garaje del 57 de la calle O'Donnell a eso de las nueve y media cuando, armada de cubo, fregona y manguera a presión, bajara al subterráneo.
Aprovechando que estaba sola en aquella semioscuridad fresca y con olor a neumático, se quitó los guantes y encendió un cigarro dado que ese miércoles tampoco iba a ser el primer día del resto de su vida y que ya llegaría el tiempo sin humo cuando no le doliera la espalda y viviera tranquila y esas cosas.
Era agradable estar allí, al menos mientras no estallara la carcajada insolente de las cañerías sujetas al techo del garaje. En el silencio podía oír el humo saliendo de su boca. Sólo que de repente le pareció extraña tanta quietud, le recordó algún sueño o una iglesia. Y se dio cuenta entonces de que llevaba un rato escuchando dos notas repetirse a intervalos amplios como el chirriar de un columpio que meciera a una niña lentamente. Dos notas que llenaban amables aquel espacio gris y funcional, dos sonrisas dulces cosidas una a otra, dos pequeñas gemelas que jugaran a la comba en el pasillo largo y alto de un edificio antiguo.
Adela aplastó el cigarro en el suelo y curiosa, se dejó guiar por la mínima cancioncilla hacia el fondo del garaje. A aquella hora, la mayoría de los vecinos andaban ya en el trabajo y las plazas del fondo estaban vacías. Sin embargo de allí venía la melodía hipnótica.
Se detuvo a escuchar de nuevo. Desde detrás del cuarto de ascensores, las notas le hacían guiños.
Con más cautela de la lógica en aquella situación, rodeó el habitáculo y por fin la vio, mejor decir se vieron porque dos faros estilizados y orientales clavaban su mirada halógena en Adela desde el frontal de una moto de alta cilindrada. Era un bicho enorme que aún en la penumbra, resplandecía nuevo,rojo, metálico y brillante. No hacía falta entender de motos para saber que aquella era preciosa.
En el cuadro de mandos una especie de boquita de plástico se iluminaba al compás de la canción simple que la llevó hasta allí y que de alguna manera leve e implacable la mantenía aún paseando a su alrededor, mientras sus ojos se deslizaban despacio por los metales curvos de la máquina. En un costado podía leerse “CBR” en letras niqueladas.
Fue al volver a mirarla a la cara cuando sintió de golpe el poder de aquella bestia roja, cuando la vio de golpe en la autopista con las ruedas girando anchas y calientes, cuando el rugido bronco del motor, cuando de golpe la curva, el derrape, el chirrido, cuando de golpe, la sangre.
Le pareció que los faros achinados se burlaban ahora de ella y en las dos notas repetidas quiso reconocer el antiguo estribillo de una canción maldita.
Y de golpe odió aquella máquina y se alejó de allí.
Y se puso los guantes, el cubo y la fregona, y menos mal que otra vez el rumor de la calle, el ascensor, las tuberías, los sonidos comunes de la media mañana que ella escuchaba otra vez, menos mal, agradecida.
Al final iba a tener razón la Chari cuando decía que las estaban machacando y que aquella mierda de las subcontratas terminaría por partirle la espalda a unas y a otras la cabeza. Eso debía ser, que se le estaba yendo la cabeza.
No quiso pensar más. Pronto bajarían sus compañeras, terminarían el garaje y podría irse a casa a descansar hasta la noche, más o menos a eso de las diez que era la hora en que Begoña, la administrativa de Autoescuelas Velasco, apagaba el ordenador, regaba el cactus antiradiaciones y besaba a su novio que la esperaba paciente husmeando aquí y allá por el local.
Begoña...-
Dime, amor-
¿Qué le pasa a este menda?-
¿A qué menda?-
A este de la foto. Parece un cadáver-
Begoña se acercó al panel acristalado en el que iba pegando las fotos (pequeñas, tamaño carnet) de todos los alumnos que habían conseguido ya su permiso de conducir. Un detalle entrañable y comercial al tiempo.
¡Huy! Es verdad, pobrecito, se le ha puesto un color amarillo verdoso feísimo. ¿Pero por qué sólo a él? El resto de las fotos están bien-
Pues parece recién llegado de Auschwitz-
¡Qué rabia! Mira que el chico ha estado aquí esta mañana a enseñarnos la moto que acaba de comprarse, una CBR roja preciosa. Le podía haber dicho que trajera una foto nueva otro día-
Vamonos ya cari, qué es muy tarde-
Sí, vámonos amor. Hasta mañana, Adela-
Adela no respondió. Se había quedado clavada en la puerta del servicio de señoras pasándole la balleta al pomo una y otra vez. Tardó todo lo que pudo y dejó para el final pero al final no tuvo más remedio que acercarse con el paño en una mano y el cristasol en la otra al panel de las fotos. Por el camino iba rogándole a Dios que Chari tuviera razón y que fuera verdad que se le estaba yendo la olla con lo de las subcontratas y la explotación y todo eso y que por favor hiciera algo para que ella no tuviera que ver lo que ya sabía que iba a ver: una única foto descolorida en el panel, la de un chico de mirada perpleja al que la melena cubría una parte de la cara.
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